POR CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA Y FRANCISCO PINILLA CASTRO, CRONISTAS OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓRDOBA)
Lavar, planchar y coser, son labores cotidianas de las casas que, desde la antigüedad vienen haciendo las mujeres, son faenas que, a pesar de ofrecer unos resultados confortables su realización no siempre fue fácil, ya que el uso de los aparatos electrodomésticos tan necesarios y prácticos en este tipo de trabajo, es reciente.
El lavado de las ropas se hacía manual y tradicionalmente era considerado como el trabajo más rudo y penoso, sobre todo en invierno, en el que las manos, por el agua fría y la falta de guantes, estaban expuestas a agrietarse y a que les salieran sabañones. Se hacía en pilas de piedra o artesas de madera con agua; primero la ropa blanca y después la de color más oscuro. La ropa se mojaba en el agua, que se extraía con cubos de pozos artesanos y se suavizaba con clarilla (agua reposada revuelta con ceniza del picón de los braseros) y a continuación se restregaban las zonas manchadas de la ropa con jabón (el verde Lagarto era la marca más corriente), y luego se frotaba entre los nudillos de las manos, se golpeaba y rozaba en las estrías del lavadero y se extendía, liaba y estrujaba una y otra vez, desprendiéndose de estas presiones un agua blanduzca, jabonosa y gaseosada, y así de forma mecánica, se repetía la labor hasta que desaparecían las manchas. Después se aclaraba la ropa en agua limpia.
Durante el lavado las mujeres hacían unos movimientos rítmicos de flexión del cuerpo con estirazamiento y recogimiento de sus brazos con las prendas, al que acompañaba el bellísimo balanceo de la cintura, de la cabellera y de los senos. Este trabajo también debía ejercer alguna grata influencia en el aparato respiratorio, pues de casi todas las gargantas de las que lo realizaban, salían unas preciosas voces en canciones que, traspasaban las tapias vecinales y eran escuchadas en silencio, y en ocasiones contestadas por amigas de faena con otras coplas populares de temas amorosos, de las que se oían en los cines de verano de Pérez y Malori.
En algunas poblaciones esta labor se hacía en lavaderos públicos y en los ríos, pero no todos los pueblos tenían fuentes públicas, como tampoco todos tienen ríos. Nosotros disfrutamos del gran río de Andalucía, el Guadalquivir, que además de que sirvió de medio de transporte para la cultura y el comercio desde el tiempo de los fenicios, frente a la isla en el lugar de los léganos, corría el agua de los arroyuelos que se formaban antes de pasar por los ojos de los puentes del camino de las Aceñas, y se aprovechaba para lavar sacos, fardos y serones; para que bebieran los perros y las bestias que por las tardes bajaban los arrieros Juanito el de las “Máquinas” con sus hijos Miguel y Juan; Bernabé Criado con los suyos más conocidos por los apodos que por sus hombres: Alfonso el “Finito”, Antonio el “Francés”, Juan el “Porrino”, Frasquito “El Quemaíllo” y Bernabé; Lucena, el Soguero, y las manadas de cabras de Juan Marchal; Godoy con sus vacas, las piaras de cerdos, etc. y en la parte más alta de su corriente, en verano los días calurosos y soleados, para que las mujeres fueran a lavar las mantas, los paños, las lanas y las ropas más pesadas.
El lavado en el río resultaba lúdico y retozón. Los lavaderos se instalaban en la orilla del río donde había poca corriente, y en el agua clara se reflejaban las lavanderas, los paños y la piel verdosa de los léganos escurridizos, y cuando se escapaba una prenda corriente abajo la seguían las mujeres y niños escurriéndose y tambaleándose hasta atraparla, siempre en la pesca de la prenda alguien se zambullía en el tibio líquido, del que salía asustado y acariciado por las risas de los acompañantes.
Después, las ropas se extendían en la solana encima de las piedras, y de la tierra cubierta de margaritas, carregüela, cardos, avena loca de reflejos plateados y otras hierbas salvajes que tanto embellecen el paisaje, hasta su secado total. Vigilándola del paso de cabras, asnos y perros que podían empolvarla. La ropa lavada en las casas se tendía en tendederos en los patios.
De una manera más o menos ritual, en las casas, se dedicaban los lunes para lavar, pues el lavado corporal y la renovación de las prendas de vestir se había hecho el domingo; y los martes por las tardes al planchado para quitarle las arrugas que toman los tejidos durante el lavado antes de utilizarlos de nuevo.
Para el planchado se utilizaban las planchas, herramienta de hierro con la base plana y forma de mano terminada en punta, con un asa que se cubría de un material aislante al calor para poderla coger y trabajar sin dificultad. Las planchas, -al no existir en aquella época las eléctricas de vapor, ni con la temperatura graduada como las que ahora disfrutamos-, se ponían próximas a las ascuas rojas de carbón para que recibieran el calor y la comprobación se hacía cogiendo la plancha con una mano y de la otra mojabas un dedo en saliva y lo llevabas con rapidez a su base retirándolo tras un pliss en ebullición. Otras mujeres acercaban la plancha a su cara, y una vez comprobado el calor se aplicaba ésta al tejido extendido sobre una mesa o superficie plana, y la movían en las direcciones exigidas por la prenda hasta conseguir la desaparición total de las arrugas. En el planchado de las prendas hay grandes diferencias ¿Qué duda cabe? Varía mucho de planchar una sábana toda lisa, a los verigüetos de un vestido o de una camisa y también por la composición de los tejidos.
A mediados del siglo XX, época a la que nos estamos refiriendo al contar estas vivencias, en casa del sastre Andrés León, “Hilachito”, las planchas eran huecas y altas y dentro de ellas introducían carbones en ascuas que mantenían el calor en su base, así siempre las tenía dispuestas para el planchado de chaquetas y pantalones de sus clientes.
Las buenas planchadoras eran muy solicitadas en las casas grandes y pudientes, pues no todas las mujeres dominaban el oficio y podían entregar un trabajo correcto, sin manchas de tizne y sin arrugas, y como especialistas hacían notorias las prendas de vestir en las señoras elegantes, con vestidos ajustados al cuerpo y holgados abrigos; y en los caballeros y jóvenes, distinguían su profesión en las camisas y en la raya de los pantalones. Las menos diestras en el oficio espurreaban mal las prendas y quemaban más de un cuello o pechera de camisa, vestido o pañuelo, o les dejaban visibles arrugas.
Para el cosido y zurcido de las prendas, calcetines y pantalones, en mi casa las mujeres se reunían a partir del miércoles por las tardes, en un cuerpo de la casa o en el patio mojado a la sombra de las parras, rodeadas de macetas con flores y gatos, donde se sentaban en sillas bajas de anea dejando las puertas de la calle y del patio entreabiertas para que hubiera una corriente de aire que refrescara el corredor. Estas labores las hacían mi madre y su hermana Frasquita y cuando había que hacer prendas nuevas llamaban a Catalina Arenas Grande, que acudía con su máquina de coser Singer en el cuadril, y una aprendiza, a confeccionarlas. Allí bebiendo agua del botijo y algún vaso de gaseosa fresquita que le traíamos de la taberna, en buena armonía, con su trabajo y charla pasaban las calurosas tardes del verano y del otoño las costureras.
Ahora, cuando pienso en aquellas imágenes y en el tiempo pasado, aquél que transcurría tan lento y sin agobios mientras veíamos a las bestias beber agua del río; cuando escuchábamos las canciones de las lavanderas a través de los tapiales; cuando las mujeres nos reñían a los niños porque atravesábamos el patio corriendo, mientras ellas hacían sus labores cotidianas…. Ahora, pienso y contemplo sosegado, que todo ha sido como un sueño, que “el tiempo, aquél que transcurría tan lento”, ha pasado volando, y sin prisas nos ha llevado a la modernidad.
Le estoy agradecido al Creador, de que me haya hecho partícipe del goce y disfrute de sus máquinas y útiles, entonces inexistentes, y también, de que me conserve los recuerdos.