POR ANTONIO LUIS GALIANO PÉREZ, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Salvo que estemos familiarizados con las máquinas, en una ciudad en la que existen conventos, un torno lo relacionamos con estos últimos. Como máquinas simples lo conocemos en la alfarería, que mediante el movimiento de una rueda con el pie, hace girar la pieza sobre sí misma para darle forma. También sirven para elevar objetos, con un cilindro que mediante un motor enrolla una cuerda a la que en su extremo se sujeta el objeto que deseamos izar. Mucho más sofisticado, desde la Revolución Industrial, el torno es la máquina para el mecanizado de metales. Sin olvidar otros, como el de hilar o el martirizante del odontólogo, que nos llega hasta lo más profundo de nuestro ser, nos acercamos a aquél que decíamos al principio que, con forma de armazón giratorio de madera, se ajusta al hueco de una pared, utilizándose para pasar cosas de un lado a otro. Hasta hace muy poco, este sistema se empleaba en las dominicas de la Trinidad, en que, tras el respetuoso saludo de: «Ave María Purísima», y la respuesta desde el otro lado de: «Sin pecado concebida», se nos preguntaba qué dulces queríamos, y tras darnos el precio e introducir el dinero en el torno y hacerlo girar, a la vuelta, recibíamos, los chatos, las zamarras y los pasteles de gloria.
El torno lo hemos relacionado con los conventos de clausura, e incluso ha servido para calificar a la encargada del mismo como ‘hermana tornera’, o para dar nombre a alguna obra de teatro, como la de ‘Margarita’, monja que desempeñaba dicho oficio, de José Zorrilla, que sirvió de inspiración para una ópera con música del villenense Ruperto Chapí y libreto de Carlos Fernández Shaw, e incluso llevada al cine en una película argentina, con guión de Alejandro Casona, en 1946, basado en el texto de Zorrilla.
Pero en otras épocas el torno también servía para dejar en un establecimiento benéfico a una criatura, con o sin limosna o con algo identificativo, como una medalla, para que le quedara de recuerdo. A este último asunto, nos vamos a referir, y al centro que acogía a los expósitos en la Orihuela de los años cuarenta del siglo XIX. Dicho centro había sido fundado bajo la advocación de Nuestra Señora de los Desamparados para cobijar a los niños en esta situación de los Partidos de Orihuela y Dolores, evitando la falta de socorro que tenían en otros tiempos por carencia de fondos, abandonados por calles y caminos, e incluso arrojados al río.
El 28 de febrero de 1844, la Junta de Beneficencia de Orihuela, encargó a Ramón Díaz la dirección de la Casa de Maternidad de Niños Expósitos, y desde el primer momento, con decisión puso su empeño en llevar a cabo su función con «esmero en obsequio de un establecimiento el más propio de la ternura y caridad cristiana». Allí se encontró con 43 niños y 38 niñas. Sin embargo, halló las instalaciones en malas condiciones, así como con carencia de nodrizas. Manos a la obra rehabilitó la pared principal de mediodía, en estado ruinoso, pavimentó y enlució de yeso la entrada, las oficinas y las habitaciones de las nodrizas. Pintó de azul todas las maderas de puertas, ventanas y el torno.
Por otro lado se construyeron cuatro cunas, con sus sábanas, colchones y cabeceras de lana. También, se proveyó a las camas de las nodrizas internas de colchón, almohada, sábanas y mantas de Palencia, todo nuevo. Para las criaturas se confeccionaron 108 ‘capotillos’ de bayeta prensada para abrigo, tanto para las asiladas en el centro, como para aquellas acogidas fuera del mismo y las que habían en la Casa de Misericordia, para las que, además, se habían construido cuatro tablados de cama pintados de azul.
Una de las más eficientes mejoras fue el dotar al centro de nodrizas «honradas y caritativas» que trataban a los niños con «dulzura».
Todos los gastos anteriores ascendieron a 3.176 reales 16 maravedíes, que no gravaron a los fondos de la Casa de Maternidad, pues fueron sufragados por limosnas anónimas conseguidas por el director. Esto, en parte, era debido a que la cantidad con la que sufragaba la Diputación era insuficiente, pues asignaba un real diario por cada asilado. Debido a ello, para poder pagar el salario de las nodrizas, algunos meses el Tesorero de la Junta de Beneficencia de su peculio adelantaba el dinero. A pesar de la precariedad económica con que se administraba el centro, no se dejó de proveer a los niños que ingresaban, de dos mudas completas con una mantilla, y del mismo ajuar cada seis meses durante los dos años de su lactancia. A pesar, de la carestía, el director informaba que se disponía almacenados 105 camisitas, 111 pañales, 73 fajas y 33 mantillas.
Pero lo realmente sangrante era el número de criaturas que ingresaban por años, ya que, en 1842 fueron 82 (42 niños y 40 niñas), y en 1843; 59 (30 varones y 29 hembras). Pero aún peor era el índice de mortalidad que existía, que alcanzaba del orden del 31%, en el primero de esos años y del 23%, en el segundo. Después de dos años, de 81 asilados a finales de 1843, se había incrementado a 108, en 1845.
Sinceramente, a la vista de ello, me quedo con el torno del alfarero, con el de mecanizar metales, e incluso con el terrorífico torno dental, o el de clausura para adquirir dulces, olvidándolo para introducir una criatura en la inclusa.
Fuente: http://www.laverdad.es/