POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Es una constante que aún los catedráticos de historia no han logrado desvelar. Pero resulta evidente la existencia de murcianos que cada vez que hablan, al margen de épocas y como exclamaría un huertano, sube el pan. Y eso sucedió a un anónimo tejedor que cierto día se le ocurrió anunciar cómo el mismísimo San Antolín, patrón del barrio donde moraba, se le había aparecido.
La supuesta revelación, fuera fruto del mucho gusto por el vino o el poco intelecto, nunca hubiera trascendido más allá de su entretenido círculo de parroquianos. De no ser porque la hizo, con inusitada insistencia, mientras la ciudad padecía una de sus más terribles epidemias de peste.
Sucedió a finales del siglo XIV. Anteayer. El territorio murciano andaba unos años inmerso en las luchas entre el adelantado Fajardo y el obispo, inevitables riadas que asolaban su huerta e inutilizaban los bancales y, por tanto, un hambre atroz. Súmenle a eso la peste, que diezmaría a la mitad de la población y cuyo saldo mortífero saldó el genial historiador Torres Fontes en más de seis mil almas.
Así estaban las cosas de negras, como la propia pestilencia, mientras los físicos y cirujanos luchaban por salvar vidas. Entre ellos, la hoy olvidada Jamila, viuda de un médico y una de las remotas facultativas que consiguió el título del Concejo para ejercer. En eso andaría la mujer cuando el tejedor, de quien destacan las crónicas que era cojo, anunció que el santo le había revelado la solución definitiva para la epidemia.
Agárrense a estas páginas. El buen hombre aseguró que San Antolín le insistía en que era necesario, cuanto más tarde peor, destruir el cementerio moro que estaba ubicado enfrente de su parroquia para erradicar «esta mortandad que ahora anda en esta ciudad muy afincada».
Aún estaba reciente la persecución de los judíos de 1391, que en Murcia se evitó gracias a la mano izquierda del obispo. Pero ahora no sucedería lo mismo. A medida que se extendía por la ciudad la historia del tejedor, también crecía la animadversión hacia los mudéjares por parte de los vecinos que, día sí y día también, veían morir a sus familiares.
Se produce un tumulto
El asalto al cementerio era inevitable. E incluso quedó narrado para la posteridad en un acuerdo del Concejo murciano fechado el 27 de abril de 1396. El documento, que se conserva en el Archivo Almudí para quien disponga de tiempo y buena vista para descifrarlo, aclara que «hombres raheces [viles]» derribaron la mayor parte «del cementerio de los dichos moros, y estuvo en condición la morería de ser robada y destruida y de morir mucha compaña, así cristianos como moros».
Eso provocó una espantada inmediata de aquellos murcianos, quienes abandonaron la ciudad cargados de hatos y enseres para proteger a sus familias. Frutos Baeza mantuvo en su día que muchos de ellos escaparon al grito de «¡Traición!», lo que daría nombre a una de las puertas de la ciudad, la Puerta de la Traición. Pero lo único cierto es que aquella desbandada, como también reconoció el Concejo en su acta capitular, causó «un gran daño y despoblamiento de la dicha ciudad». Así que al día siguiente se actuó de forma oficial.
El primer acuerdo fue ordenar que el tejedor cojo compareciera ante la autoridad para aclarar los detalles de su supuesta revelación, «por saber verdad de este hecho así de lo que aquel dice que le apareció el dicho señor San Antolín y de las otras cosas que aquel dicen que ha dicho y dice». Pero el lenguaraz artesano, mire usted por dónde, acaso ya convencido de que había liado una muy parda, se esfumó. La fuga del instigador del asalto no evitó que el Concejo, considerando que un gran número de murcianos estaba convencido de la revelación y por evitar más tumultos, decidiera trasladar el cementerio a otro lugar. El sitio elegido fue un terreno de tres tahúllas junto a la Puerta de Molina, en San Antón, lindando con el arrabal de la Arrixaca.
Huesos bajo San Andrés
Muchos siglos después, allá por el año 2003, el derribo de un edificio en la zona permitió hallar frente a la trasera del convento de las Agustinas los restos de la antigua parroquia de San Andrés, abandonada en 1887 por su traslado a la actual. Debajo de aquellos cimientos se encontró un cementerio islámico.
Otro de los acuerdos fue que los terrenos del antiguo camposanto se destinaran «a hacer casas o lo que fuere merced del dicho Concejo». De esta forma, la zona quedó parcelada en solares, que hoy ocupan enormes edificios cuyos moradores ni imaginan que sus cimientos se elevan sobre tierra sagrada para la remota morería.
La última disposición de las autoridades se destinó al tejedor, el causante de tan grave tumulto que había añadido, por si ya fueran pocos, nuevos quebrantos a la tranquilidad de las gentes. Por ello decidieron que «el dicho tejedor cojo que se hace adivino y santo sea preso» hasta aclarar si decía la verdad. De lo contrario, sería reo junto a cuantos lo hubieran aconsejado.
Murcia no estaba para bromas ante la mortandad que la acechaba. Y gracias a la cabezonería de otro parroquiano, como también apuntó Torres Fontes, podemos hoy conocer cuántos vecinos fallecieron. Sucedió cuando Francisco Pérez de Illescas, arrendador de la alcabala de la carne, pescado fresco y salado, denunció que a causa de la peste había perdido cuantiosos ingresos. Y para hacer valer su petición ante el Rey logró que el Concejo autorizara realizar un censo, parroquia por parroquia, que demostrara cuántos habían perecido.
Un escribano y varios testigos recorrieron todas las parroquias, la judería y la morería para componer el listado, que fue aprobado más tarde durante un Concejo celebrado el 6 de octubre de 1397. El resultado es estremecedor: un total de 6.088 muertos entre 1395 y 1396. La cifra superaba más de la mitad de la población residente en Murcia antes del inicio de la epidemia.
El respeto a los musulmanes, por otra parte, fue una de las preocupaciones de las autoridades cuando se decidió atajar las fantasías del tejedor. Hasta el extremo de que les garantizaba retornar a sus hogares y ocupaciones, con la seguridad de que ningún vecino les causaría daño alguno bajo pena de muerte y de perder «todos sus bienes», según concluye el acta. Al tejedor, en cambio, nunca nadie volvió a verle el pelo y ni su nombre parece conservarse en las vetustas actas del Concejo. Por suerte para su memoria.
Fuente: https://www.laverdad.es/