POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Lucia ya no está. Lucía no pondrá en su casa árbol de Navidad. Ella ha perdido lo mejor que tenemos, la vida, y ha arruinado la de muchos. Y todo por una botella de ron. Porque en su rutina semanal ponía que esa noche tocaba botellón. Lucia tenía 12 años. A esa edad aún le gustaban a mi hija las muñecas. A esa edad me trajeron los Reyes a mí un baúl de juguete para que guardara la ropa que hacía a mi muñeco preferido. Por entonces yo aprendía a hacer punto, ganchillo, y fabricaba con papeles brillantes adornos artesanos para el Belén. A esa edad, vestida con uniforme azul marino, en el internado al que me llevaron para hacer bachillerato, las niñas saltábamos a la comba y comentábamos en los rincones del patio lo guapo que era Víctor Manuel, uno que cantaba en la tele, A esa edad a mi hermana y a mí y nos tocaba la lotería una vez al trimestre, cuando mi padre venia a vernos, y nos sacaba a comer, a ver el puerto de Almería y a comprarnos pipas calientes en el Paseo. A esa edad nos poníamos el primer sujetador, puro adorno, pues había poco que sujetar, y nos mirábamos al espejo con la rabia, por las malditas espinillas, que llegaban justo en el momento en que más necesitábamos ser guapas. A esa edad nos encantaban los cuentos románticos, en los que un príncipe salvaba a la princesa que nos hubiera gustado ser. A esa edad beber alcohol ni se te pasaba por la cabeza, porque no necesitabas estímulos raros para imaginar la felicidad, que seguro llegaría si esperabas a crecer.
Hoy, a esa edad, hay niñas que ya lo han probado todo; que no se ilusionan por nada, que no saben esperar, y que esconden sus infinitas frustraciones en el fondo de una botella, porque el sujetador les sobra, como les sobran espinillas y les faltan caderas, y porque ya no haya príncipes que quieran besarlas para que despierten de una pesadilla, como en la Bella Durmiente. Sí, hoy hay demasiadas niñas que se emborrachan los fines de semana para no sentir que no sienten nada. Para no ver que su juerga ideal tiene como horizonte un descampado sin flores ni luces; sin príncipes ni amigos auténticos. Porque sólo les rodean colegas pandilleros; borrachos imberbes, muñecas rotas, como Lucia. Adolescentes vanos que se burla de sus propias vomiteras, y que una noche de botellón esperaron a ver agonizante a Lucia para cargarla en un carro robado del Super, como si fuera un despojo; para quitarse el muerto de encima, y seguir luego su baile macabro en un lugar sin paisaje ni esperanza.
Nada hay peor que la hipocresía. Quien ahora pone el grito en el cielo por la muerte de Lucia a los 12 años no se han caído de un guindo. Ni ha sido la primera, ni será la última. Nada va a cambiar esta muerte inútil, porque no hay voluntad ni valentía política para usar el verbo prohibir. Porque culpar a los padres tampoco mola, ni mucho menos a los coleguillas de la difunta, que son niños para unas cosas, y para otras no. La solución es sencilla, encontrar un chivo expiatorio: el que vendió la botella, o el adulto que la compró. Y esperar que pase la tormenta; a que otras noticias recientes en redes sociales tapen aquello. O sea, una semanita más o menos.
Una servidora está harta de denunciar la deriva equivocada que lleva el modelo educativo imperante, espejo de la sociedad. Porque lo conoce bien. Por ejemplo, en el instituto donde trabajé hasta la jubilación, para salir a comprar un bocata fuera durante el recreo los alumnos, incluso de bachillerato, necesitaban autorización escrita de sus padres. Era una media hora de suplicio para conserjes y profesores de guardia. Luego, al acabar la jornada escolar, y durante todos los findes muchos padres permitían a los críos irse de botellón hasta las tantas. Los lunes, en la clase de las 8, bastaba con mirar la cara de aquellas criaturas para ver lo que había aguantado su cuerpo serrano. Algunos seguían vomitando, otros arrastraban ojeras, bastantes dormitaban con los ojos abiertos mientras les explicaba un profesor pelmazo la Segunda Guerra Mundial, o la Crisis del 29, asuntos que les importaban un comino. Y de vez en cuando alguna niña desaparecía del aula para siempre, ocultando un vientre abultado, fruto del último botellón.
Lucia nunca tendrá ni eso, un hijo en brazos. Ni tiempo para rectificar. Mi papelera le pide perdón a Lucia, porque nadie le explicó lo que le esperaba al llegar a esta España nuestra. Adiós Lucia. Nosotros no te vamos a olvidar, por mucho que ya huela a Navidad.
DESCARGAR PDF: