POR JOSÉ MARÍA SAN ROMÁN CUTANDA, CRONISTA OFICIAL DE LAYOS (TOLEDO)
Escribió Azaña que la libertad no se hizo para hacer más felices a los hombres, sino para hacerlos hombres. Aunque hablar de libertad y felicidad en términos absolutos sea un craso error en el esquema invertebrado de nuestro tiempo, lo cierto es que uno y otro concepto están íntimamente vinculados. Diría, incluso, que por una relación de causalidad eficiente. Si presuponemos la libertad como una premisa para operar en favor del común, la felicidad que aporta esa libertad pivota sobre el fundamento del servicio. Si la presuponemos, en cambio, como una apertura indiscriminada hacia la irracionalidad, estamos construyendo una ‘zona de confort’ que desemboca en la paradoja de la tolerancia formulada por el gran filósofo Karl Popper.
¿Se puede asumir este pensamiento al quehacer cotidiano? No es que se pueda asumir, es que es imprescindible asumirlo. La libertad individual es una realidad de tanto calibre que afecta al plano antropológico individual, puesto que se coloca al ser humano como ente independiente, pensante y sentiente (desde el sentido de Xavier Zubiri) en la cúspide que vertebra sobre todo el pensamiento conocido. Ahora bien, esa libertad individual exige un carisma de responsabilidad. Un carisma que parece perdido, olvidado en la mesilla de noche.
Hablo del carisma que desaprueba las esclavitudes intelectuales, las hordas de pseudociencia y de pensamiento sesgado que manipula a los seres (presuntamente) libres que componen el ‘todo’ que es la sociedad. Y me refiero a esclavitud intelectual hablando de aquella que provoca la manipulación, que modula el discurso basándose en aquello que toca lo irrefrenable y lo irracional porque no tiene más argumento para crear una corriente de pensamiento racional ni razonable. ¿Por qué seguimos consintiendo que se permita plasmar en un texto legal la presunción de culpabilidad para una parte perfectamente individualizada de seres humanos? ¿Por qué se habla de la intimidad como una lacra o como una cadena? ¿Quiénes somos para jugar con lo que la naturaleza entrega generosamente a cada uno?
Las respuestas no están en las consignas, ni en las pancartas, ni en los alaridos cargados de odio a los que nos estamos acostumbrando más de lo que deberíamos. Tampoco están en los falsos profetas, ni en los salvapatrias de tercera división. Y mucho menos en quienes han convertido en un teatro algunos de los problemas más graves que nos acucian. Ser hijos de nuestro tiempo, de este siglo XXI, nos obliga a mirar con la perspectiva de la responsabilidad que nace de la auténtica libertad. Y por eso, por el compromiso que nos obliga con nuestros congéneres, necesitamos esa dosis fuerte de observación y de análisis.
No tenemos derecho a jugar con la libertad, porque la libertad no nos pertenece a nosotros, sino que somos nosotros quienes pertenecemos a un sistema que propugna la libertad de pensamiento. Pensamiento, sí. Capacidad de análisis y raciocinio. ¿Dónde ha quedado el pensamiento racional que hace más sencillas todas las cosas? ¿Quizá relegado en el olvido del tiempo? No lo sé. Pero tengo muy claro que el uso de la libertad debe estar al servicio de aquello que, como ciudadanos, nos hace ser mejores desde un punto de vista comunitario. Quien no quiera hacer uso de la libertad para ese fin, no está preparado, a mi corto entender, para integrar un sistema democrático.