
POR JOSÉ SIMEÓN CARRASCO MOLINA, CRONISTA OFICIAL DE ABARÁN (MURCIA)
A pesar de que he escrito ya mucho en mi vida, no soy, ni creo que lo seré nunca, un escritor de fama y de prestigio, por lo que no creo que ningún crítico o estudioso se dedique en el futuro a examinar mi obra. Pero, si algún día alguien lo hace, observará que, entre el vocabulario más utilizado por el que suscribe, hay un adjetivo que casi nunca falta, que está presente en casi todos mis escritos, y es el adjetivo “entrañable”. Según el Diccionario de la Real Academia, entrañable significa “íntimo, muy afectuoso”. Definición corta, sí, pero muy acertada.
Lo entrañable es lo cercano, lo que nos llega dentro, lo que hace que nuestra emoción se ponga en juego, lo que provoca que nuestros sentimientos se despierten. Lo entrañable no es lo grandioso, lo espectacular, sino lo menudo, lo intrascendente. Hay momentos entrañables y personas entrañables. Son momentos y personas que no aparecerán nunca en ningún libro ni merecerán, seguramente, ningún monumento o calle, pero que llegan muy dentro y configuran la vida de un pueblo, la vida que se esconde tras las grandes noticias o las obras monumentales o las personas más relevantes.
Lo entrañable no tiene valor histórico, es verdad, y no es fácil tampoco exprimirlo literariamente, aunque, cuando esto se consigue, surgen piezas realmente deliciosas. Ahí está, como ejemplo, Azorín, el escritor de Monóvar, que supo convertir en maravillosa literatura lo anecdótico, lo intrascendente, lo cercano. Y, ahí están, para el que quiera disfrutar de su inigualable sabor, sus “Confesiones de un pequeño filósofo”, verdadera joya literaria confeccionada con pequeños rubíes engarzados con primor y esmero.
Aunque en la vida de una ciudad alguien pueda fotografiar seres o momentos entrañables, es en los pueblos, por la cercanía de sus gentes, por su vida más sosegada, por la mayor comunicación entre unos y otros, donde lo entrañable forma parte de la vida cotidiana. Tan sólo hace falta sensibilidad para poder captarlo y reflejarlo. Y, cuando se consigue, uno se enriquece y enriquece a aquellos con quienes lo comparte.
En nuestro pueblo, en cada pueblo, cada uno podría hacer, echando mano de su memoria y de su sensibilidad, una recopilación de los momentos entrañables vividos o de las personas entrañables tratadas. Y eso configuraría una enciclopedia de incalculable valor y sería también historia, seguramente poco científica, pero muy palpitante.
Es verdad que el ritmo de la vida, cada vez más impersonal y acelerado y dominado por las nuevas tecnologías, hace que vaya ganando terreno lo práctico y lo provechoso en detrimento de lo cercano y lo entrañable.
Pongo en marcha el motor de la memoria y empiezan a desfilar personas realmente entrañables, gentes de esas que no solo llenaban su casa, sino que eran las protagonistas de la vida de su calle dejando un hueco a su muerte muy difícil de llenar. En la mía, seguramente el Niño de la Rosa era uno de los personajes más emblemáticos y era entrañable la conversación con él en las tertulias de la esquina de la Alicia y era entrañable verlo venir al atardecer cargado con los productos de su huerta a la espalda que doblaban su espigada figura, y oir la expresión de su esposa al vislumbrarlo:
– Por ahí viene el Señor de la Caída
Volviendo a un tiempo más cercano, en el último año han desaparecido dos mujeres teñidas del color y el sabor de lo entrañable, que merecen una mención, dos mujeres que han dejado un tremendo hueco en sus calles, una en la Calle Larga y otra en la Plaza Vieja: Trini de la Patrocinia, mujer de carácter tranquilo y andar pausado, eje de su vecindario, y Maria de la Mulata, mujer enérgica, de fe profunda y convencida de la necesidad de hacer realidad los valores cristianos en la vida y las costumbres. Dos caracteres muy diferentes, pero dos personalidades para el recuerdo.
Y es que se nos van yendo hombres y mujeres que daban encanto a la vida del pueblo. Y también momentos tejidos con el hilo de lo cercano, por ejemplo, el momento de la mujer cantando mientras realizaba las tareas de limpieza de la casa. El pasar por una calle e ir oyendo las diferentes melodías que salían por las ventanas de cada casa era algo de verdad entrañable. Hoy ya esa escena es bastante difícil de contemplar. Yo tengo muy presente en la memoria aquellas canciones que oía en mi infancia o adolescencia. A un lado, mi tía Rosa, mujer que atesora innumerables dichos y canciones en su memoria. Recuerdo su voz en una canción que a nadie se la he vuelto a oir y que recrea el momento de la Anunciación:
¿Quién es ese ángel Gabriel
que de señora me trata,
no mereciéndome yo
tantísimas alabanzas?
En mi casa, mi madre lanzaba al aire una canción de tono melodramático que te podía hacer llorar acordándote de esa niña que estaba muriendo y se resistía a dejar esta vida:
Madre, cierra la puerta,
que ladra un perro,que ladra un perro.
Esas son las señales
que yo me muero, que yo me muero.
Al otro lado, mi tía Trini que se iba por lo histórico y revivía la trágica leyenda de los amores del rey Don Pedro I con Inés de Castro:
La condenaron a muerte,
la condena se cumplió,
y al rey Don Pedro dejaron
viviendo sin corazón.
Pero si entrañables eran aquellas canciones, más lo son las conversaciones que entablamos entre nosotros o incluso los saludos o expresiones que nos dirigimos, salpicados muchas veces de rasgos de ingenio. Además, como una de nuestras cualidades no es precisamente el hablar bajo, cualquiera puede fácilmente oír lo que hablamos, sin necesidad de pegar su oído. Y uno, simplemente pasando por la calle, o incluso estando en su cama, puede oír todo lo que se habla en el exterior. Y no se le puede tachar de sopero, en la peor acepción del término. Todo lo que sigue es fruto de esa escucha involuntaria y de una labor de recopilación de lo más curioso y entrañable.
Cuando ya el pueblo empieza su laborar diario (sobre las ocho de la mañana) y las calles empiezan a ser recorridas por nuestras gentes, ya comienzan a lanzarse las primeras preguntas. No cabe duda de que la más frecuente es la de “¿dónde vas?”, pero tambièn otras como “¿de dónde vienes?”, “qué vas a hacer de comer?” “¿cómo está tu marido?” “¿quién se ha muerto?”… La respuesta del “mandao” nos vale, pero no para todas. Incluso, a veces, cuando la pregunta del “¿dónde vas?” nos pilla de mal genio, recurrimos a respuestas que, por su tono, ya nos delatan, dándose cuenta el interlocutor de que no debía haber preguntado. En una siesta calurosa del mes de agosto, por la calle San Damiàn subía una mujer cargada con dos bolsas llenas de ropa desde la parte baja del pueblo hasta la Era seguramente. En esa situación, sudando a más no poder, se cruza con otra que le hace la susodicha pregunta que le sienta como un tiro y se nota. Y he aquí la breve pero expresiva conversación:
-¿Dónde vas?
-¡A Torrevieja!
– No, si es que como te veo tan cargá…
A veces, aunque no estés de buen talante, aplicas, para responder, el ingenio o incluso el humor negro, como en este caso:
-¿Dónde vas?
– A buscar una soga pa ahorcarme
En otras ocasiones, la respuesta se hace tambièn de mala gana, pero con un tono festivo. También en pleno mes de agosto, con un calor ya respetable, a pesar de que eran las ocho de la mañana, se produce esta conversación:
– ¿Dónde vas tan temprano?
– A la feria
– ¿A qué feria?
– ¡A la de Ricote!
Mi primo Emiliano, que tiene chispa e ingenio para dar y tomar, ante la pregunta dichosa, responde siempre de manera taxativa:
-A Calasparra por arroz.
Junto a las preguntas, también, sobre todo desde que llegó el dichoso euro, son muy frecuentes las quejas por la subida de los precios (aunque ahora digan que baja el IPC). Y se oyen expresiones como estas:
–Ahora ya no puedes decir ”llevo 5000 pesetas y ya está”. ¡Esto es una vergüenza!
– ¡To el día con el monedero en la mano, to el día!
Pero, ante estas subidas, concretamente ante la de la leche, esta mujer de la anécdota encontró solución, y en el supermercado, un día del pasado mayo, habla así con el cajero:
-Jesús, ¿es que ha subido otra vez la leche de cabra?
-Sí, ha subido diez céntimos
– Pues me va a traer cuenta comprarme una cabra y atarla a la ventana.
Es evidente que muchas de las cosas que nos decimos se basan en la confianza y amistad porque, fuera de este contexto, algunas causarían extrañeza. En la puerta de su negocio, una mujer está descargando algo de un coche. El del coche de atrás empieza a quejarse porque está tardando, y la mujer no le pide excusas, sino todo lo contrario, pues exclama expeditiva:
– Si resuellas, te ahogo.
Esa confianza hace que, en ocasiones, no tengamos apuro en señalar los defectos del otro, pues consideramos que hay una complicidad que nos lo permite. Es por eso por lo que el otro no se enfada y nos sigue la corriente e incluso agrava nuestra percepción negativa:
-¡Chacho, qué gordo te has puesto!
-Gordo, feo y con “trambosis”
Cuando se produce un encuentro después de mucho tiempo, lo más inmediato, cuando ya se tiene cierta edad, es dar el parte médico, porque siempre hay enfermedad u operación por el medio. Pero, aunque lo normal es que la conversación sea poco optimista, en ocasiones, sale a relucir el ingenio y el buen humor, como en este encuentro el pasado Sábado de Gloria en la puerta de un supermercado:
– Chacha, ¡cuánto tiempo hace que no te he visto!
– Es que me he operao de cataratas y ya ojalá que no me hubiera operao
– ¿Por qué? ¿es que no te has quedao bien?
– Porque antes no me veía las arrugas y ahora me las veo
Todas estas ocurrencias son parte de la vida de un pueblo, que tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas. Y una de ellas es la disponibilidad de unos para con otros, claro, con excepciones. Pues uno de los ejemplos de mujer disponible y servicial y entrañable es María Luisa de Milanés (o “Tomatera” como la llama Arsenio por las mañanas con su peculiar voz). Ella es una de esas mujeres de pueblo que no se adaptarían a vivir en otra parte. Mujer de levantarse temprano, de barrer y rociar su puerta, de ir a misa primera, de tertulia nocturna en el verano. Lejos de ella el egoísmo o la indiferencia ante cualquiera que la pueda necesitar. He aquí tres ofrecimientos suyos a tres mujeres distintas, hechos no sólo con la boca, sino también desde el corazón:
– Si me necesitas algún día pa tu madre, me llamas
-Cuando te haga falta algo, aquí me tienes. Menos dinero, de to lo que quieras, tengo.
-Si necesitas algo de mí, aún sirvo aunque sea pa limpiar puertas.
Es verdad que con este artículo no he aportado nada a la historia de Abarán, que no he descubierto nada importante para su futuro, simplemente he intentado dar unas pinceladas en la acuarela de la vida de un pueblo, que, por suerte, aún sigue siendo pueblo y que entre todos hemos de procurar que sea así por mucho tiempo y, para conseguirlo, hemos de potenciar lo entrañable, lo cercano, la relación afectuosa entre todos y desterrar el enfrentamiento, la división, las estériles rencillas que de nada sirven, en nada nos benefician y a nada conducen.
Fuente: Programa de Festejos de Abarán 2009
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