POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Hay algo en la itinerancia que me atrae con una repulsión instantánea. Acostumbrado a querer estar, uno tiende a buscar aquello que lo habrá de hacer sedentario, por más que la felicidad del cambio nos empuje a encontrar algo nuevo a cada instante. En nuestro caso, el de los caminantes imperecederos, la pesquisa empieza al abandonar el nido para terminar en aquel lugar donde habrán de depositar nuestros despojos, dejando que el romanticismo se pudra por sí mismo. En otros casos, la itinerancia, como bien sabe mi querido amigo y Maestro, Francisco de Paula Cañas Gálvez, constituía un reforzamiento del poder político inherente al mantenimiento de un statu quo.
En lo que se refiere a los Reales Sitios, la presencia del monarca ocasional generaba un asentamiento sobre el territorio que constituía la toma de posesión del espacio y la humanidad que lo ocupaba. Previo el concepto a la propia capitalidad, el Real Sitio convenía al monarca, puesto que suponía una prolongación de su señorío más allá de la idea de Estado pergeñado historiográficamente desde finales del siglo XV. Sin embargo, a diferencia de lo planteado en aquellas tomas de posesión, verdaderas sacadas de término en beneficio propio y no como ocurriera en, por poner un ejemplo, el Condado de Castilnovo, la conformación de un Real Sitio llevaba como aderezo ese brillo apagado de ver la casa del rey cerca de allí donde penaba uno. Carlos III, verdadero artífice del Real Sitio de San Ildefonso, así lo entendió, sacando todo el espacio y humanidad que pudo al Concejo de Segovia, así como a su comunidad de Villa y Tierra. Ese asentamiento regio tan reiterado, conformó a semejante monarca en una suerte de buhonero romántico perseguidor de toda caza disponible, alejado cuanto más mejor de la corte madrileña, cuyos pobres súbditos le habían puesto en un brete, allá por 1766. Fácil de comprender es, desde ese momento, que el monarca, aterrorizado por la presión social de una revolución incipiente, acostumbrara a su corte al viaje constante entre Reales Sitios, transformando aquellos en espacios de cambio y experimentación, como bien sabemos los de este Paraíso, con el primer cementerio civil y hospital fuera del poblamiento o el amurallamiento y los bolinches en las esquinas para definir la propiedad del monarca.
Ahora bien, la costumbre de caer aquí solamente en el estío, ese mal llamado veraneo, se lo hemos de adjudicar a la reina Isabel II desde los años finales de la década de los cuarenta y los últimos años de los sesenta, justo cuando la rebelión liberal la obligó a cruzar la frontera desde Biarritz, para regresar a Francia, ya depuesta como jefa del estado.
Ese veraneo, del que tanto solemos hablar en presunción de protocolo establecido, llenó este Real Sitio de necesidades más allá de la propia corte, arrastrando ingentes cantidades de personas derivadas del servicio al privilegio capaces de ocupar cuántas infraestructuras ofreciera no sólo este Real Sitio, sino toda población remotamente adyacente al palacio donde asentaba su canícula la reina casi cuarentona.
Sometido el caserío a una ocupación desaforada por parte de la aristocracia lisonjera, advenediza, tradicional o corrupta, que lo misma da, este Real Sitio fue convirtiéndose en recogimiento veraniego de cuitas indescifrables escondidas en soporíferos rigodones a la sombra de los viejos árboles en el patio o jardín de la casa solariega que correspondiera. Acompañada la reina Isabel, a veces repleta de algún infante en gestación, en otras ocasiones gestando el tercer o cuarto vuelco del cocido madrileño de turno, la corte de los milagros metidos en lujosos oropeles acabó por desvirtuar una convivencia desigual inaugurada por aquel pobre Carlos III atemorizado por los sans-culottes nacidos entre la calle Embajadores, Tribulete, Sombrete y Mesón de Paredes.
A la reina menos niña ya la acompañaban en 1849 un cohorte de gusarapistas, que diría mi querido suegro, encabezada por los duques de Gor, los condes de Pinohermoso, los Oñate, Arana, Conquista, marquesa de Santa Cruz, Molins, Piñals, Pidal, Carondelet, Miranda, Esthernazy, Arrazola, Figueras o Álvarez. Para dar aún más lustre, la princesa de Carini acabó por instalarse en el regazo de aquella reina tan mal querida, junto con los duques de Alba, Ahumanda, Veragua, Cerbellón y Campo Alanje, ya fuera bailando en los jardines el día de Santa Cristina o en dentro del laberinto, el 20 de julio de aquel año; escuchando ópera en el teatro de corte tres días después o degustando los resultados de la cacería en Riofrío el 8 de septiembre.
No obstante, de todos aquellos nobles y aristócratas, verdaderos inventores del veraneo, me gustaría destacar a uno de ellos por lo discreto y poco recordado. Sin duda, el marqués de Alcañices escondía entre esas sílabas tan zamoranas un pasado segoviano muy poco recordado. Ese Nicolás Osorio y Zayas, que acompañaba a Isabel II y su corro en la frescura de los atardeceres serranos que este Paraíso ha venido regalando a sus visitantes independientemente de su condición, guardaba una nostalgia cuellarana bien definida. Además de Alcañices, aquel Osorio, algunos de los que le antecedían y todos los que le precedieron, llevaba en el pecho la seña del condado de Grajal y, especialmente, el ducado de Alburquerque que aún hoy día ostenta el señorío afortunadamente virtual de la maravillosa e incomparable villa segoviana enriscada en torno a una fortaleza que una vez habitara el lugar teniente de Alfonso VI de Castilla, Pero Ansúrez.
Y recordando el veraneo diletante de todo aquella caterva desocupada, no puedo dejar de evocar los calurosos atardeceres de aquellos Alburquerque metidos entre la seca greda y el pinar alimentados por el Cega bendito que tanto ama Fermín de los Reyes. Sometidos al descrédito de una política podrida por la difamación más lacerante, soy incapaz de obviar, dentro de la placidez que otorga este Real Sitio a quiénes aquí vienen a buscar el olvido que encierra un verano dentro de la cerca, la poca inocencia que ha vestido durante siglo y tres cuartos el condenado veraneo. Tan celebrado por aquellos que persiguen el mañana sin memoria, he de suponer que, entre vuelta y paso, muchos de aquellos veraneantes palaciegos ahogaban la frustración de la intrascendencia envuelta en bambolla indecente, olvidando que la celebración del ayer y el arrastre de un desprecio constructor del mañana más efímero, como bien habría de saber Pepe Osorio, por más que su labor quedara ensombrecida por la oscura nimiedad del patrocinado que habría de consumir la memoria de un futuro común.