POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA.
Por Antonio Herrera CasadoDe los pueblos que existen en Guadalajara, algunos tienen doble vida: la antigua, histórica, que fue barrida por la Guerra, y la nueva, que a partir de ella renació. Es Montarrón un ejemplo de esa doble cara. Y hoy visitamos el pueblo viejo, el que quedó con sus bodegas bajo las ruinas de un conflicto bélico.
En los pasados días de la primavera, con mis amigos Fernando Benito y Antonio Zurita, he podido visitar al completo las ruinas de lo que fue el pueblo viejo de Montarrón, un lugar de larga historia en la Campiña del Henares, al que los avatares de la Guerra civil dejaron planchado, destruido aunque no olvidado.
La historia reciente de Montarrón se parece a la de otros pueblos que quedaron en el Frente de Batalla al Norte de Madrid: Masegoso, Gajanejos, Hita, Aleas… un año de bombardeos diarios dejaron los pueblos destruidos. En la paz, el gobierno de Franco los reconstruyó, a través de un organismo creado para la ocasión, la Dirección General de Regiones Devastadas.
Ahora hemos visto los dos: el viejo y el nuevo Montarrón. Este, con tan solo 28 habitantes censados actualmente, es un modelo. Celebra a San Sebastián desde tiempo inmemorial, con una botarga divertida y colorista. Resalta en el conjunto de bloques de viviendas alineadas la plaza mayor con su Ayuntamiento muy coqueto, y la iglesia parroquial hecha en un revival románico excelente. El conjunto empezó a construirse en 1941, con el diseño y bajo la dirección del arquitecto Francisco Echenique Gómez, y en 1944 ya vivía la gente en sus casas. En la iglesia, el ábside muestra la fecha 1947 en que se terminó todo. Hoy añade un monumento visual de viejas prensas de aceite, y el entorno muy cuidado, limpio y florido.
Pero nosotros hemos ido a indagar en el viejo Montarrón, un pueblo grande que llegó a tener más de 550 habitantes en sus mejores tiempos, y que fue desde la Repoblación señorío de los Valdés, propietarios del castillo y posición de Beleña sobre el Sorbe. En ese espacio de poder, dominando las cuencas altas de Sorbe y Henares, se encastillaron algunos Mendoza. En 1580 era señora jurisdiccional doña Beatriz Enríquez de Mendoza, emparentada con los Infantado. Por esa época, las Relaciones que los vecinos de Montarrón hubieron de mandar a la administración filipina decía que “Montarrón es áspera tierra, que es fría, que es enferma en muchos tiempos, y que está en una cuesta muy enhiesta, está en umbría”. Lo ponían mal, efectivamente: se trataba de pagar pocos impuestos. “No es tierra abundosa”, añadían.
Fue declarada Villa con jurisdicción propia hacia 1570, y por hacerse los despistados llegaban a afirmar: “que no hay torres, ni castillos, ni otra cosa…” Lo cual no es cierto. Porque los había. Y aún hoy llama la atención el enorme torreón, –al que aún llaman La Atalaya– que en lo alto del cerro que corona al pueblo sigue existiendo. Fue estudiado, y su entorno, y excavado sucintamente, por Juan Catalina García López, y luego por Basilio Pavón Maldonado, dando una última noticia del lugar el catedrático Juan Manuel Abascal Palazón. Todos ellos afirman que aquel cerro tuvo castro celtibérico, y luego fue ocupado por romanos, por árabes más tarde y por castellanos que levantaron una fortaleza de la que se ven restos del contorno, y los tres muros de una potentísima torre que señorea el lugar.
En lo que fue pueblo, hoy ya cubierto de densa capa de verde hierba, se aprecian espacios que fueron comunes: el Ayuntamiento, el Frontón y su espacio de juego, la iglesia, etc. Del frontón no quedó nada, pero de aquel lugar donde los mozos entrenaban sus reflejos, su fuerza manual, y su capacidad física de movimientos, se ve hoy perfectamente el arranque de su alto muro, y el espacio vacío que tenía delante para las evoluciones de los pelotistas. Durante años lo usaron todos los del pueblo, pero a finales del siglo XIX hubo quien pretendió quedarse con el monopolio de su uso, dejándolo usar a quien él quisiera, o incluso cobrando por usarlo. El pueblo entero se movilizó para impedirlo, y se llegó a un acuerdo, entre todos, reconstruyéndolo, y poniendo en su parte más alta una placa tallada que decía: “é pluribus unum construido en febrero de 1869. m. j.” En la actualidad, esa placa se ha salvado y la vemos en lo alto de la fachada de una reconstruida en la parte nueva.
También se ha mantenido entera la fuente, aunque ahora seca. Espectacular ejemplar de comunitario aprovisionamiento. Y las bodegas, que fue la causa de nuestra excursión, y que todavía hoy asombra verlas dispuestas, excavadas en la tierra del cerro, a lo largo de ocho plataformas sucesivas. Aunque algunas casas la tendrían propia, en Montarrón lo que se hizo fue disponerlas en la falda del cerro, en la parte alta del pueblo, con entradas de arco apuntado o semicircular, apoyos en los laterales, y unos interiores con espacios laterales para albergar las tinajas. De hecho, en muchas de ellas aun quedan, y otras se sacaron y se han expuesto en un jardín o paseo de la parte nueva.
El vino de Montarrón fue proverbial, por su cantidad y calidad. Todavía algunos recuerdan la copla que dice “Los tomates, de Jadraque / el vino, de Montarrón / y las peras y manzanas / De Valverde de Ocejón”. Las viñas murieron cuando la epidemia de filoxera a principios del siglo XX, y ya no se recuperaron. La memoria ha quedado, y en este paseo hemos visto, asombrados, la huella enorme de esa industria que dio fama, y dinero, a este pueblo de la Campiña Alta.
Aunque aún se ven casas prácticamente enteras, pero vacías y en derrumbe interno, lo único que permanece intacto y en uso es la ermita de la Soledad, que tiene el cementerio junto a ella. Hubo otras dos ermitas que ya han desaparecido: la de San Sebastián, junto al caserío, y la de la Magdalena, un cuarto de legua en el camino hacia el Henares. La iglesia, dedicada a la Asunción de la Virgen, desapareció “en combate”.
¿Algún recuerdo curioso? La memoria de don Antonio Castillo de Lucas (1898-1972), un médico del siglo pasado, alumno del doctor Marañón, que aunque nacido en Madrid fue hijo de “montarronenses” y se dedicó a investigar el folclore y las costumbres, refranes y festividades de Guadalajara. Por ello, le dedicaron un pequeño monumento con su busto en bronce delante de la iglesia.
Aprovechando las ruinas del viejo pueblo, alguien ha puesto unas naves de ganado, en las que apacientan las ovejas, a las que saludamos al pasar. Son las herederas de aquellas que decían la Relaciones: “Se crían ovejas y ganado de lana, para las que se compra sal para dalles”. La sal la traían de La Olmeda. Y había, como hoy, campos en los que “los panes que se siembran son trigo y cebada”. El tiempo fluye y nada parece haber cambiado. Salvo esa guerra… aquí sí se palpa aún la desgracia, los bombardeos, la destrucción sistemática. Que sin embargo fue paliada haciendo un pueblo nuevo, amable, casi exquisito. Cuya calle principal aún tiene puesta en una placa el nombre de los “Condes de Montarrón”, un título nobiliario que en el siglo XVIII usó don Ignacio de Villarreal y Bérriz, de origen vizcaíno.
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