POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
A veces este humilde Cronista trata de despejar la mente dando paseos sin rumbo fijo por las calles del Real Sitio, buscando escapar de la tensión cotidiana perdido en alguna que otra callejuela; sentado en el brocal de cualquier fuente recóndita; descansando en un poyo, banco o bolinche, atento a lo que me quieran contar los edificios con sus sordos susurros crepusculares, envueltos en las llamas que nos regala el sol cada tarde del Paraíso. Es sorprendente cómo, en esos momentos finales del día, uno pierde la voluntad y camina calle del Cuartel Nuevo abajo hasta llegar a la antigua plazuela de las Bodegas, toma asiento en el Canapé y se deja ir, en absoluto silencio, hacia aquel lugar donde muere cada día el sol redentor.
Así andaba el otro día que acabé paseando la calle de los Infantes, llamada Calle Nueva en el momento de su constitución, cuando le dio a Carlos III por urbanizar el Barrio Bajo del Real Sitio, dignificando la población intramuros que tan poco había preocupado a su padre. A mitad de la calle, en ese devenir sin sentido que trataba de explicarles, quedé por un momento absorto en la fachada de la llamada actualmente Casa de Gentiles Hombres de Cámara. Lo cierto es que tal edificio no se corresponde con la nomenclatura que ostenta, puesto que, tras la compra por parte de Ignacio Bauer a mediados del XIX, perdió casi toda su identidad. Edificado para alojar a lo más granado de la corte en el siglo XVIII, vio cómo su función desaparecía ya entrado el siglo XIX. Entre monarcas roñosos y desamortizaciones varias, la antigua casa de Gentiles Hombres de Cámara pasó a ser cuartel provisional de la Guardia Civil y, sorprendentemente, antes de que el banquero judío lo comprara, alojamiento del embajador de la China en el Real Sitio.
Con la exótica copla, imaginándome la parafernalia de un emisario del Emperador en la Ciudad Prohibida por las calles del Paraíso en el que tengo la suerte de vivir con mis queridos vecinos, me dio por recorrer aquellos lugares donde los embajadores aposentaron sus reales en las protocolarias visitas al Rey de España. Bajé la calle de los Infantes para doblar en la calle de la Reina, dirección hacia la plaza de los Dolores. Justo en esa esquina, alojando hoy un supermercado y la base de, junto con mi querido Rubén Francisco, los fotógrafos del Paraíso, se hallaba en el siglo XVIII la casa del embajador del Reino de Francia enfrentada a la ocupada por el embajador del Reino de Nápoles, separadas ambas por la calle de la Reina.
Con esa sensación de que camina uno más a través el tiempo que del espacio, me dirigí a la calle de los Embajadores desde la maravillosa plaza de la Cebada. En el centro de la calle, justo en la parte trasera de lo que hoy conocemos como Santa Marta, abriéndose al patio con una escalera de doble tiro, alojaba sus intereses el embajador del Reino de Portugal, quien sabe si frente a las caballerizas que le daban servicio. Allí pude sentarme en uno de los deteriorados bolinches del rey Carlos III y perderme en la memoria de mi investigación. Fue exactamente en ese edificio, aunque al otro lado, frente a la parroquia del Barrio Bajo, donde quiso el despabilado de Pedro López de Lerena, Secretario de Estado y del Despacho Universal de Carlos III, alojar al embajador de la Sublime Puerta, esto es, del Sultán de Turquía, Abd-ul-Hamid I. Y no era que el edificio no fuera lo suficientemente grande o lujoso para tal comitiva. El problema radicaba en que, frente al jardín de acceso a la casona, se hallaba el primitivo cementerio del Real Sitio, hoy atrio de la iglesia de Nuestra Sra. del Rosario. Como comprenderán, el turco, con toda la educación del mundo, les hizo saber que ahí se iba a alojar Rita la Cantaora o, seguramente, şarkici Rita . Finalmente, tratando de evitar un conflicto diplomático, el embajador y su numeroso séquito acabaron por ser ubicados en el esquileo que cerraba la parte alta del Barrio Bajo, justo donde hoy languidecen los restos del Convento de Nuestra Sra. del Triunfo.
Y es que, en esto de recibir embajadores variopintos, los del Real Sitio hemos tenido una larga y profunda experiencia. En el siglo XIX estuvieron, además de los consabidos y citados, el representante de Suecia y Noruega para negociar los acuerdos comerciales en 1882; el embajador de los Estados Unidos de Norteamérica en visita oficial, el mismo año, por cierto, y el embajador de Alemania, un año antes, con el idéntico objetivo. También se acercó el embajador marroquí, pero, en este caso, no fue recibido por Alfonso XII. La responsabilidad cayó en manos del Ministro de Estado, Antonio Aguilar y Correa, dado que, el que suscribe, entiende que no se trató de un encuentro protocolario.
Sea como fuere, queridos lectores, finalizado aquel viajero caminar por la historia del Real Sitio, terminé por sentarme en uno de los bancos de la plaza, con las puertas nuevas al fondo, preguntándome qué queda de aquel Real Sitio repleto de embajadores en el que un servidor disfruta. Es probable que hayamos perdido cierto encanto y misterio, pero, ¿qué quieren que les diga?, no creo que fuera capaz de cambiar a ninguno de mis vecinos por aquellos emisarios políticos. Después de todo, mis paisanos llevan el exotismo a gala, sin credencial alguna, y con la sinceridad serrana por bandera. Y eso, amigos, vale más que una Ciudad Prohibida y cientos de puertas sublimes.
Fuente: https://www.eladelantado.com/