POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)
La mamá del abuelo se llamó María Ramona Paulina González Romo de Vivar; nacida en Lagos de Moreno en 1849, contaba que tenía su “novio de vistas”, todo era el lenguaje del pañuelo y el abanico con el que cruzaba miradas con un joven laguense en misa de doce los domingos, hasta que un día su padre avisó a ella y a sus hermanas que su viudo compadre Evaristo Azuela quería volver a formar matrimonio. Ya le había adelantado que le gustaban mucho los ojos de una de sus hijas; ella ya había notado que él la seguía con la mirada, por lo que ese día, cuando su padre les pidió salieran a la sala mientras él tomaba un café con su compadre, ella estuvo bordando para que no la alcanzara con la mirada. Al final de la visita vino la fatal noticia: “Eres tú la que le gustas a mi compadre Paulina”. Sin más que decir, el ocho de abril de 1872 contrajo matrimonio con don Evaristo, personaje tan lejano que así se le mentaba en la familia, anteponiendo siempre el don, hombre 23 años mayor que ella, que sin embargo siempre le fue cumplidor; prueba de ello la descendencia de nueve hijos, tres varones y seis mujeres: Mariano, Jesús y Francisco; Refugio, Guadalupe, Trinidad, Concepción, Carmen y María de la Luz.
El abuelo nació el primero de enero de 1873, “apenas alcancé a salvar el honor” decía Mamá Paulinita como era conocida por nosotros.
Enviudó ella -creo que felizmente- para 1889, luego del bautizo de su última hija, María de la Luz, cuando con neumonía el terco señor decidió bañarse con agua serenada para estar presentable en la ceremonia, muriendo días después. Se dedicó entonces Paulinita por completo ya a la familia, dilapidando sin más el capital que administraba. Ya vendía un ranchito por aquí, una casita por allá, hasta que se agotaron los fondos cuando a la mitad de un viaje a Celaya, circunstancias propias de la Revolución Mexicana la dejaron sin casa.
Decidió entonces poner negocio en Celaya de “fruta de horno”, panadería que al poco tiempo fue reconocida como una de las mejores de aquella ciudad, misma que atendía con las hijas, pues Mariano andaba de revolucionario; Francisco, no menos revoltoso se encontraba en Cananea en donde contrajo la tuberculosis propia de las minas y Jesús a cargo del rancho de La Providencia, el único que para entonces quedaba del caudal hereditario.
El caso es que se daban las batallas del Bajío y un día de manera intempestiva entró a la panadería el mismo Pancho Villa a escoger piezas y antojos. Luego de salir con su comitiva entró un catrín alarmado a avisar a Paulina que había escuchado a Villa decir: “para la noche me llevan a la muchacha de los ojos bonitos”, quien era nada menos que la menor de sus hijas, María de la Luz -esto me lo contaba la tía Chelo Pérez Azuela, su hija y me lo ha ratificado mi querida prima Esperanza Pérez-.
Qué hacer para rescatar a aquella joven de ser tomada por ese hombre que lo mismo era ángel que fiera, acostumbrado siempre a tomar por la buena o por la mala todo lo que se le antojaba, sobre todo en ese tiempo, luego de su estancia en la Ciudad de México en donde había gozado de mujeres y tandas al por mayor.
Metida dentro de un petate enrrollado, mismo que fue cargado por un dependiente a manera de empaque de productos, es como se les ocurrió sacar a María de la Luz de la panadería, fingiendo luego a gritos despedirse de ella al cerrar la puerta del local, mismo que fue forzado horas después por los enviados de Villa quienes horadaron paredes y pisos en búsqueda del escondite en el que se debía encontrar supuestamente la muchacha. Desconocemos el desenlace que tuvo la frustración de Villa, quien quizá habrá mandado tronar por la muina a alguno de los encargados en la custodia del lugar.
Para la Batalla de Celaya, Obregón mandó hacer loberas que impidieron maniobrar a sus temibles cargas de caballería, quedando impedido Villa, como nunca antes en su vida, de dar orden a sus pensamientos, cual si estuviera trabado mentalmente, en imagen digna de conferencia mañanera.
Probablemente quedó en su memoria aquel cuerpo que nunca fue suyo, aquellos profundos ojos, característicos de las hermanas Azuela González, mientras su ejército era derrotado en estrepitosa caída que se repetiría una y otra vez hasta que se logró desmembrar totalmente a la División del Norte.
El general Villa, famoso porque donde ponía el ojo ponía la bala, fue derrotado en Celaya, en todos sentidos. Ese corazón tan querendón, supuestamente acorazado, dejó de latir doce años después, atravesado por un par de balas que se cruzaron en su camino; militando en el mismo bando revolucionario, el brazo armado -Villa- y el cronista -Azuela-, nunca llegaron a conocerse, mucho menos a cuñados; preferible vivir en Providencia que compartir lecho en Canutillo diría la tía María de la Luz.
Mamá Paulinita sobrevivió a la batalla de Celaya veintidós años, muriendo en esa misma ciudad el 20 de abril de 1937; su cuerpo quedó en el panteón municipal al que pronto hemos de llevar flores sus descendientes en reunión que programaremos pasada la pandemia, para brindar por su astucia, misma que superó aquel día a la de Pancho Villa, pero esa será otra historia.