EMPATÍA
Dic 20 2021

POR JOSÉ MARÍA SAN ROMÁN CUTANDA, CRONISTA OFICIAL DE LAYOS (TOLEDO).

Verónica Forque

No he conocido de su vida mas que lo que se ha hecho público. He conocido papeles suyos desde mi niñez, y he visto series y películas en las que su intervención era siempre acertada e interesante sin caer en el histrionismo. Verónica Forqué ha sido un referente en el mundo del espectáculo como también lo fue su padre. Y se ha ido. De repente, de forma completamente inesperada. Y sí, hay que decirlo claro: se ha suicidado. No sé lo que pasaba por su mente en el momento final. Tampoco sé lo que le afligía ni en qué medida. Por eso, no puedo opinar sobre su caso concreto. Hacerlo sería un atrevimiento y una falta de respeto a su memoria. Lo que sí puedo hacer, y he hecho, es reflexionar sobre las circunstancias de muchas personas anónimas que, en un momento determinado, deciden acabar con todo, decir adiós de forma abrupta. Y también he reflexionado sobre algo que lleva de la mano y que es tristemente habitual, qué  es la soledad.

Para empezar, creo que una forma de evitar el suicidio sería dejar de tratarlo como un tabú. No afrontar un problema y superarlo conduce inevitablemente a volver a caer en él. En el acto de suicidarse concurren muchas ideas encontradas: qué habrá después, qué pasará con los que se quedan, por qué ya no quedan soluciones, por qué quien se suicida ve en la muerte la única salida. Ideas que tampoco nos enseñan a analizar desde la primera madurez intelectual. Igual que se nos habla de otros riesgos de la vida, también se nos debería enseñar desde la adolescencia cómo afrontar los problemas y sobreponernos a la idea de querer desconectarnos de la vida.

Una prueba más de que nos faltan muchos peldaños por subir en la educación emocional y que nos demuestra que educar a base de palabras ómnibus como resiliencia, retroalimentación o similares es educar en vacío. Los falsos gurús del coaching solo enseñan a golpe de Mr. Wonderful, con frases de motivación que no tienen más de motivación que el color de los distintos soportes donde se imprimen con letras fáciles de leer. Sin embargo, nadie nos enseña a sentarnos, pensar, hacer una visión pormenorizada del problema y gestionarlo. Por eso nos invade la duda y por eso mucha gente acaba desbordándose. Como sociedad, nuestro deber pasa por evitar a toda costa que en ese desbordarse la muerte sea el único camino. Tenemos que conseguir hacer ver a quienes estén en ese trance que existen soluciones y caminos para volver a empezar.

En cuanto a la soledad, no se pueden hacer ustedes a la idea de cuánta gente sola hay a nuestro alrededor. La soledad, como el suicidio o la pobreza, no son realidades ajenas a nuestra vida normal y a nuestro entorno más tangible. No hace falta buscar en el telediario noticias sobre cualquiera de las tres cosas y entonar un «hay que ver…» mientras nos comemos el filete con patatas delante de la televisión. La soledad es un mal acuciante. Cada vez más. Y soledad, que no nos confundan, no es estar físicamente solo, sino sentir que no contamos con vínculos afectivos a nuestro alrededor. Se puede vivir solo sin estarlo. Porque una cosa es buscar la soledad, y otra encontrarse con ella. La peor soledad me la describe una persona muy querida, que se ha sentido verdaderamente solitaria, con la letra de una canción de Amaral: «Necesito alguien que comprenda que estoy sola en medio de un montón de gente. ¿Qué puedo hacer?».

Estar solo en medio de un montón de gente. Esa es la patología de nuestro tiempo. Nos pasamos la vida interconectados con redes sociales, teléfonos, aplicaciones y mensajes. Creemos tener un millón de amigos. Y no, no es así. Lo cierto es que, por mucha gente con la que compartas el día a día, esa gente no tiene por qué ser quien llene tus vacíos afectivos. Sobre todo, porque tampoco se nos ha educado en cultivar esos vínculos con sinceridad y fidelidad, y de ahí que se rompan tantas relaciones de forma tan rápida y habitual. Mucha gente se siente sola por la pérdida de su otra mitad, por el abandono de quienes creía que eran su gente, por el engaño de alguien que se marchó a destiempo, por perder sus referentes cercanos… o, simplemente, en el momento en el que comprenden que el humo es solo eso: humo. La soledad que no buscamos, esta soledad sin vínculos, nos hace vulnerables. Por eso, tiene que salir de nuestra humanidad dar fuerza a quienes se sienten tan tristemente solitarios.

Ante una y otra realidad, parece que ocasiones como el fallecimiento de una persona pública o la llegada de según qué fiestas ayuda a que se preste algo de atención a estas realidades. Lo triste es que se quede solo en cosa de días. Porque un pecado social es el llenársenos la boca de querer ayudar a mejorar la vida del prójimo y que todo se quede en agua de borrajas, en un hashtag en Twitter o, sencillamente, en palabras que el viento se lleva. ¿Saben una cosa? Nos falta empatía a raudales.

Por eso no nos hacemos a la idea de lo que puede llegar a significar que la soledad nos invada e, incluso, nos lleve a tomar decisiones irreversibles. Porque también es muy fácil usar la palabra para tirar dardos antes de analizar las circunstancias de cada cual, de saber lo que les ocurre y de tratar de buscar una solución. Nos falta empatía para comprendernos entre nosotros, para acabar con estas lacras diarias. Por eso, en el fondo, estamos solos y seguimos solos. Y por eso, por desgracia, hay gente que nos dice adiós antes de tiempo.

FUENTE: https://www.latribunadetoledo.es/Opinion/Z677A8CCA-0F06-5EB5-BB42DF935097BB3A/202112/Empatia

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