POR FRANCISCO PINILLA CASTRO Y CATALINA SÁNCHEZ GARCÍA, CRONISTA OFICIALES DE VILLA DEL RÍO (CÓDOBA)
El tiempo estaba nublado y amenazaba lluvia. Lluvia que no llegó durante ese día, aunque me tuvo preocupado durante el viaje que realicé por la mañana desde Córdoba a Villa del Río el 30 de marzo, hace un mes aproximadamente. Del primer viaje recuerdo al heraldo de la primavera, “el jaramago”, pero, triste de mí, aquél amarillo intenso de esta planta, que se extendía cubriendo el terreno, ya no existe, el Hacedor ha cambiado el manto del terreno y ahora en el mismo escenario ha puesto un renovado, nuevo y atrayente vestuario.
Las torres de la muralla cordobesa están coronadas de viejos, flacos, y enjutos jaramagos que, dignos permanecen de pie sobrellevando la vejez, hasta que faltos de vigor, un buen día una ráfaga de viento los destierre y traslade de lugar.
Junto al stop de la gasolinera E.R.C., han crecido unas grandes plantas de cardos borriqueros que elevan su desnudo cuello, igual que cigüeñas, y en las que sobresale sus cabezas envueltas de púas como patas de aves rapaces. En frente, a continuación de la residencia El Yate, en la nueva carretera de acceso crece una vegetación distinta a cada lado, el primero está lleno de margaritas de flor amarilla color del pimentón, y el otro lado, el más lejano, se ha poblado de pericones (así llamamos a las plantas de margaritas blancas más altas) con sus rutilantes corolas amarillas.
La arboleda que ribetea el río Guadalquivir a su paso por el histórico puente de Alcolea se ha cubierto de hojas, haciéndose notar los árboles cubiertos de racimos de flores blancas conocidos como “pan y panizo”. Abandonado el puente, los rosales que sirven de valla a las industrias de la derecha están en floración, lo que motiva un efecto de contemplación muy atractivo, relajador y beneficioso para el espíritu, y al mismo tiempo para el organismo, pues el camino está embriagado de olor a rosas que producen un dulce respirar.
Enfrente, unos aspersores mecánicos volaban agua, que caía de forma mágica en la extensa y suave vega plantada de ajos, mientras una cuadrilla de hombres formaban hileras hurgando la tierra a corta distancia de una larga fila de coches.
Seguimos la ruta y en el terraplén de la vía, el esqueleto de un gran árbol situado junto a una aislada casilla pintada de blanco de un paso a nivel con un camino, ahora, exhibe sus ramas pobladas de hojas que darán sombra y protección contra el calor al guarda que, uniformado observa constantemente el tráfico rodado sobre los caminos afluentes.
Al llegar a la estación de Los Cansinos, aquellos jaramagos que florecían a ambos lados de la carretera han sido absorbidos por frondosos cardos, que majestuosos elevan a gran altura sus frutos espinosos en forma de arcanciles; y al salir por debajo de un puente, que cruzo paralelo al ferrocarril para entrar en la autovía, nos sorprende un fascinante ribete de rojas amapolas en las cunetas de la vía.
En la autovía, de nuevo, la naturaleza nos sorprende reviviendo el paisaje. En la franja central de los dos carriles, las adelfas comienzan a cubrir su espeso follaje verde con grandes flores blancas, entrecubriendo las de color rosa, que como bordadas en su paño se tejen alineadas.
Los grandes prados; los que hace un mes parecían verdes sábanas, se van dorando por las raspas de las cebadas y trigos que se van retostando y como teñidas cabelleras se ondulean en los fértiles campos, sobre frágiles tallos que forman sinuosas olas.
En los alineados olivares de El Carpio, las ramas han crecido sobre sus fornidos troncos y su nuevo follaje ha florecido y se ha poblado de pequeñas flores blancas que durante el día y la noche se desprenden y rodean la planta, haciéndonos parecer una nevada, su mágica contemplación.
Desde la altiplanicie de Pedro Abad, se ve la hondonada del campo verde y rico, lleno de vegetación y vida, mientras que, a ambos lados de la autovía, la industria se desarrolla alargando sus tentáculos absorbiendo tierra fértil. Es una pena, pero a esto se le llama desarrollo.
Al descender la cuesta de Pajares de Montoro, veo que los paerones se han cubierto de candilitos y flores moradas; y entre los olivares, en la falda de Sierra Morena, unas naves, que han cubierto las vistas de las paredes del cementerio. Y por la derecha, por las ventanas entreabiertas del coche, cruza y percibo en mis mejillas, un aire fresco que baja por la garganta de dos cerros mezclado con el mugido de vacas, el balado de ovejas y ladridos de perros del cortijo El Ventisquero; y al ascender dejo atrás una vereda entre árboles centenarios y la cuna sinuosa con piedras de un débil arroyo bordeado de verdes plantas forrajeras.
Y desde el Encinar, se ve el oasis de Villa del Río que, a ambos lados de la autovía sirve de parador a los viajeros y turistas de largo recorrido; las chimeneas de orujos elevando el humo, que se extiende en la atmósfera y en forma de niebla cubre una gran superficie; los cipreses del camposanto, la torre de la Parroquia, la ermita de la Patrona, etc. y a lo lejos, se divisan los álamos blancos de finca de la Heredad, y entonces suspiro de felicidad, recordando que hombres villarrenses con verdadero talante emprendedor y con vistas de futuro, han instalado allí una gran alberca y llenado de agua del Guadalquivir, un sueño convertido en realidad, donde se reflejarán esta noche la luna y las estrellas, y que, para el pueblo significa, “manantial de vida”.