POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES ARRIONDAS (ASTURIAS)
En todo el mundo se habla mucho estas semanas de la epidemia de neumonía por coronavirus (COVID-19), con origen en la ciudad china de Wuhan, pero epidemias y contagios de todo tipo van acompañando la vida de la humanidad a lo largo de la Historia, como la “Plaga de Atenas” que acabó con la vida de 150.000 personas en el año 430 antes de Cristo, la “Peste Negra” en el siglo XIV, que causó la muerte de 25 millones de personas (la mitad de la población europea), la “Gripe Española” de 1918-1919, por la que perdieron la vida 50 millones de personas, o la pandemia del VIH-SIDA, que ya lleva 30 millones de muertos en menos de cuarenta años.
Remontémonos hoy a los comienzos del siglo XVIII en nuestro concejo de Parres y sigamos a uno de sus vecinos, contagiado de la temible enfermedad de la lepra.
Los enfermos de lepra del concejo de Parres -junto con los de Piloña y Colunga- solían terminar sus angustiosos días de pesar y dolor en el Real Hospital de San Lázaro de Vallobal, en las estribaciones del Sueve, a 142 m. de altitud, en los límites con Borines, Pintueles y Miyares.
El primer documento en el que se menciona este Real Hospital se remonta al año 1266, fecha que consta en el testamento del arcediano Fernando Alonso.
Durante más de quinientos años dio servicio a los concejos limítrofes, y miles de enfermos pasaron por él en busca de alivio para aquella enfermedad maldita.
Fue uno de los más importantes de Asturias y no sólo acogía a los llamados malatos, dado que también aceptaba a enfermos en general y a peregrinos jacobeos que transitaban por el cercano camino real, algo que estaba prohibido a aquellos pobres apestados de lepra, los cuales debían utilizar el llamado “sendero de malatos”. También usaban una fuente especial para ellos, de la que se servían para beber y hacer sus curas.
Ya en el siglo XIII aparecen documentados en Asturias veinticuatro de estos hospitales, que llegaron a treinta en el siglo XVIII, lo que indica el muy elevado número de enfermos que había en la región.
Las ordenanzas por las que se regían estos hospitales para leprosos eran muy rígidas, similares a las del resto de Europa. Los internados debían seguir un régimen de vida conventual, y las disposiciones relativas al aislamiento para evitar la propagación del mal eran muy estrictas.
La muy reconocida profesora piloñesa María Josefa Canellada -en su libro “Leyendas, cuentos y tradiciones”- hace varias alusiones a este tema relacionado con la malatería en Asturias.
El fantasma de la lepra -incurable durante tantos siglos- estimuló a las gentes sanas para ayudar a mantener aislados a los malatos. Gracias a las donaciones que recibían de los más poderosos, algunas malaterías tenían sus posesiones y bienes propios.
Haremos notar que había dos tipos de lepra, una contagiosa y otra que no lo era, a la que llamaban “lepra asturiense” o “mal de la rosa”, que era pelagra, es decir, un tipo provocado por la falta de vitaminas.
Sigamos aquí a uno de los vecinos del concejo que -a lo largo de más de cinco siglos- acabaron sus días en Vallobal.
Comenzaba el otoño del año 1709 cuando el parragués Santiago Peláiz Valle acudió a Llames de Parres para hablar con el médico, Basilio Marina, -que allí pasaba consulta y al que los vecinos pagaban 600 reales)- el cual le diagnosticó la posibilidad de que hubiese contraído la lepra, vistas las tumefacciones que aparecían en sus extremidades, pero le indicó que debía verlo también Lope Acebal, otro médico especializado que trabajaba en la malatería de Sta. María Magdalena, en Ardisana (Llanes).
Allí se hicieron realidad sus peores presagios, y el doctor Acebal le recomendó su ingreso en el Hospital de Vallobal, en Piloña.
Santiago Peláiz Valle habló con el cura Rodrigo de Vega para explicarle el caso y despedirse de él.
Este cura atendió nuestra parroquia de San Martín nada menos que cincuenta y cuatro años, entre 1686 y 1740. El cura le citó en la antigua iglesia parroquial, situada junto al cementerio de Arriondas.
De modo que el angustiado Peláiz acudió a la cita con Rodrigo de Vega dos días después y -dado que su enfermedad era del tipo contagioso- extendió una sábana negra sobre el suelo de la iglesia y se puso sobre ella -como ordenaban las normas para estos casos- a cierta distancia del presbiterio; a esta última misa -celebrada al amanecer- asistieron solamente él y su mujer, Catalina Estrada.
Al terminar aquella misa en su parroquia, el clérigo le despidió con la lapidaria expresión propia para estos casos: “Ahora mueres para el mundo, pero renaces para Dios”.
Tres jornadas después -el martes, día 1 de octubre- Santiago llegaba al Hospital de Vallobal.
Antes de entrar se le pidió una renta mínima de un copín de maíz, aunque en la práctica estos aproximadamente ocho kilos de pan quedaban a perpetuidad para la malatería, pero sólo en el caso de que falleciese en ella.
Como Santiago tenía una lepra de tipo contagioso, lo aislaron con otros enfermos similares y le dieron las normas que eran de obligatorio cumplimiento, a saber:
-Si salía a la calle de día debería llevar siempre su campanilla y hacerla sonar de continuo, para que el resto de la gente se percatase de su proximidad y así poder apartarse de inmediato.
-Si era de noche también debería llevar una lámpara.
-Tenía prohibida la entrada en iglesias, mercados, tabernas y molinos, lo mismo que asistir a cualquier reunión.
-Se le recordaba que la lepra era causa legal de divorcio, norma que estuvo vigente hasta el siglo XIV.
-No podía lavarse en cualquier arroyo, ni tampoco sus ropas; ni salir sin usar su traje especial de leproso; ni tocar con las manos lo que quisiera comprar.
-Le estaba prohibido tocar las cuerdas y postes de los puentes a no ser que se pusiese guantes, incluso no debía caminar en la misma dirección en la que soplase el viento.
Tras estos preceptos de obligado cumplimiento y otros que no detallamos para no alargar este relato, nuestro parragués recibió un ajuar completo consistente en una túnica con capucha de color gris -a veces era de color marrón-, zapatos de piel, la consabida campanilla o -en su defecto- un par de castañuelas, un bastón, un par de sábanas, una taza, un cuchillo pequeño y un plato.
“Malato” o “leproso” era el insulto que los chiquillos aún se dedicaban en algunas zonas de Asturias hasta hace poco más de un siglo.
¿Qué tratamientos recibía en el hospital? Fundamentalmente de tres tipos:
Aplicación de sanguijuelas para provocar sangrías; cauterización de las heridas, aplicándole una sustancia cáustica o un objeto candente; y flebotomía, o corte de grandes venas, creyendo que así se limpiaba el hígado de sangre impura.
Y -como tantos enfermos de la comarca que en esos siglos padecieron similar contagio- en Vallobal pasó el último tramo de su vida Santiago Peláiz Valle, cuyo destino final ya podemos suponer, puesto que siendo su lepra del tipo contagiosa era muy difícil que hubiera podido curarse.
En sus últimos días decidieron trasladarlo al lugar cercano conocido como “El Mortuorio” -el nombre lo dice todo-, una aldea en la que había una sola casa a la que llevaban los enfermos del hospital que estaban muy graves, para que muriesen en ella.
Se preguntará el lector de estas líneas si los restos del protagonista de este relato descansan en los mansos parroquiales del cementerio de San Martín, en Arriondas, pero no fue así, su familia decidió que recibiese sepultura en el cementerio de la misma parroquia donde había fallecido cuando aún no había cumplido los 50 años.
Y como en toda época hubo gente ruin que se aprovechaba de los males ajenos para sus fechorías, el rey Enrique II concedió en el año 1376 un ´Privilegio´ por el que se multaba con seis mil maravedíes a aquellos que se atreviesen a robar o hacer daño a los bienes de los enfermos de lepra, así como a los labradores y sirvientes de dichos enfermos.
¿Por qué la lepra casi desapareció cuando aún faltaban siglos para que se descubriesen los antibióticos? Puede que la terrible peste y la tuberculosis que siguieron a la lepra propiciasen una especie de inmunidad para los demás, de donde puede deducirse que la tuberculosis ejerció como “vacuna” inesperada contra la lepra; ni más ni menos que un ejemplo de competencia biológica entre dos especies para sobrevivir en un medio hostil.
El relato anterior parece un episodio sacado de aquellas películas que recreaban hechos acontecidos hace dos mil años, pero que realmente se pudieron vivir aquí mismo hasta hace apenas doscientos cincuenta años, dado que el Hospital de Vallobal -en Piloña- cerró sus puertas en el año 1776 y sus bienes fueron incautados a favor del Real Hospicio de Oviedo, para el cual el arquitecto Ventura Rodríguez construyó el magnífico edificio que hoy conocemos como Hotel de la Reconquista.
(Publicado en ‘Nueva España’. Oviedo, 17 de febrero de 2020)