POR ANTONIO LUIS GALIANO PÉREZ, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
A lo largo del tiempo se han producido grandes vueltas, ya sean históricas, novelísticas o cinematográficas, siendo en más o menos días o de más o menos importancia en la vida de los hombres. Sin embargo, para nosotros nuestra vuelta a los puentes es corta, en un momento en que `la grippe del dieciocho´ aún no había cercenado la vida de muchos oriolanos. Partamos desde lo que era el Gran Hotel España regentado por los hijos de Filomena Alonso, en la calle Alfonso XIII, con su Café, que era «el preferido en los días de mercado por los traficantes de comercio para hacer sus tratos y operaciones». En esa calle encontrábamos el establecimiento de artículos de regalos El Murciano de Manuel Clemares frontero al palacio de los Condes de Luna, en cuyos bajos se encontraba El Globo de Manuel Martínez Simó con las últimas novedades en confección, y la Imprenta de la viuda e hijos de Luis Zerón.
Frente a ellos, el almacén de hierros y carbones, vigas de acero Siemens para la construcción, plomo galápago, espino artificial y chapa de zinc, de Sucesores de José Balaguer. Más adelante y dando también a la Plaza de la Soledad, La Dalia de Emilio Peralta. En la misma, El Capricho de Ángel Belda con especialidad en tejidos blancos y negros lisos y artículos de punto, y la zapatería de Antonio Fabregat Gras. Antes de adentrarnos en la calle Mayor, tropezábamos con la antiestética fachada del fosar, en donde 24 años después se reconstruyó el claustro mercedario. Una vez dejado la Puerta de Loreto encontrábamos el Palacio Episcopal y con un poco de suerte podríamos saludar al obispo Ramón Plaza y Blanco.
En la Plaza del Salvador existían los establecimientos de bebidas de Victoriano Guijarro y Francisco Díaz, así como la joyería y platería de Valentín Martínez. La calle Mayor era la columna vertebral del comercio oriolano en aquella época y, sucesivamente, a derecha e izquierda, se iban sucediendo establecimientos de tejidos y novedades como La Alhambra de J. Marín Garrigós; Brotóns y Compañía; El León de Oro de Rafael Martínez Arenas, sucesor de J. Martínez Costa; las pañerías de Eleuterio García y de José Marín Díaz; La Puerta del Sol de Emilio Salar en las calles Mayor y Colón. Los ultramarinos estaban representados por los establecimientos de Octavio Fabregat, La Esmeralda de José Díaz Miralles y el de Ricardo Cánovas. Asimismo, en esta calle, Juan Real López vendía toda clase de curtidos y artículos para calzado; las Hijas de Joaquín López en su Sombrerería Madrileña disponían de variados sombreros de paja y fieltro, y gorras de confección. Benito Cubí ofrecía al público calzado y corsetería; Francisco Tafalla (hijo) artículos de mercería, abanicos y sombrillas; la viuda de Correa regalos en platería y joyería. Buscando el Puente de Poniente, tras atravesarlo, alcanzábamos la Plaza de Cubero, erigida en honor del obispo Pedro María Cubero López de Padilla. En ella, la famosa alpargatería de Mariano Sánchez, así como la tienda de ultramarinos especializada en jamones y embutidos del país de Antonio Rodríguez, la sombrerería de García «la más visitada por la alta sociedad oriolana», y la peluquería de Antonio Sáez, que ofrecía un servicio esmerado.
Al bajar del Puente de Poniente, entrando a la Plaza de la Constitución (Plaza Nueva) en la acera de la izquierda mirando hacia la Plaza de Cubero, la relojería de Julio Beltrán, junto a ella la fábrica de alpargatas de Carmelo Conejero, y más adelante el Gran Café Colón que regentaban la viuda e hijo de J. Rogel. En dicha plaza se encontraba las Casas Consistoriales, desde cuyo reloj, se marcaban las horas ciudadanas. Descendiendo por sus escalones podríamos encontrarnos al alcalde, el abogado y banquero Antonio Balaguer Ruiz, o alguno de los concejales como Ascensio García Mercader, José Martínez Arenas o Tomás Bueno Llopis.
En la Plaza de la Constitución tenían su almacén de harinas, cereales y semillas Jerónimo Tomás; Abelardo Teruel su tienda de cuchillería y navajas; La Villa de Madrid, sastrería propiedad de Manuel López; la droguería y ferretería de Francisco Salazar; la sombrerería de Ricardo López Martín. Siguiendo nuestra vuelta a los puentes nos adentrábamos en la calle San Pascual, y próxima a la Plaza de la Constitución Francisco Lizón regentaba su peluquería de caballeros, próxima al establecimiento de comidas y bebidas de José Payá y al Gran Café Gallístico de la viuda de Julián Castaño. En esta calle el practicante Ginés Sáez en la acera de los números pares tenía su peluquería, y un poco más allá, con precios fijos, La Alegría de la Huerta de Ramón Juan Soria.
En esta calle, la viuda de Llanes ofrecía al público sus chocolates «elaborados a brazo». Al llegar a la calle de Calderón de la Barca, la opción para continuar con la vuelta a los puentes era y sigue siendo encaminar los pasos hacia la izquierda, encontrando de esta forma el Salón Novedades y frente al mismo, el Hotel Comercio de Manuel Cárceles, que ofrecía «curiosidad, esmero y economía en el precio», y Julio Reymundo su panadería y confitería, mientras que Pascual Hostalet Chust hacía lo propio en su establecimiento de tejidos y Rogelio Moya su Sastrería Cartagenera. Antes de llegar al Puente de Levante encontrábamos la Farmacia de Castaño, y una vez cruzado éste, en la acera de los pares, y en el mismo lugar donde en los años veinte se construyó el Hotel Palace, estaba la Posada Buena Vista, y junto a ella, la corsetería de Lola Alonso. Nuestra vuelta a los puentes casi había concluido y sólo nos quedaba para llegar a nuestro punto de partida hacer una parada en el Café de Levante de Manuel Esquiva o en el Gran Café del Comercio de la viuda de A. Galindo, o en el Casino Orcelitano, y así a esperar a ver qué sería la vuelta a los puentes después de diecinueve lustros.
Fuente: http://www.laverdad.es/