EN EL JARDÍN DE LOS ITALIANOS
May 08 2022

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

Es común asimilar un adjetivo como denominador de una realidad. Elegido por la mayoría de los no pensantes, aquel objeto social acaba por ser identificado sin dilación entorno al susodicho concepto calificativo no quedando manera alguna de refutarlo. Los historiadores comprometidos con las fuentes primarias, esto es, con la verdad histórica, no cejan de mostrar los múltiples prismas que conforman la realidad, las aristas imperfectas que el paso del tiempo regala al presente en forma de pasado informe, de letanía borrosa que perfila un horizonte complejo de escasa definición. Así, una sociedad se postula como defensora del cristianismo y otra, cuna de la ciencia; mientras una tercera se dibuja a sí misma como ejemplo de la creatividad. Algunas tienden a asumir que la libertad les pertenece como si aquello pudiera ser tangible y muchas se arrogan derechos infinitos encadenados a una invención constante, fruto del culto a la ignorancia más ordinaria, a la desfachatez que hila el gárrulo arrastrando un fardo del que nada sabe. En determinadas ocasiones, uno se encuentra con profetas del adjetivo, de la diferencia que identifica la comunidad, creando toda una familia léxica definitoria que, de absurda, se torna real como esta vida ignota y ridícula en la que se porfía por ganar una palabra vacía que podamos esgrimir contra el resto. Agarrados, pues, a sílabas inconexas pintadas de cualquier color que se preste, transcurre nuestro devenir entre el desconcierto y la estulticia, presos de epítetos misérrimos que levantan muros de incomprensión dejando un panorama de lo más chusco y descorazonador.

En este Real Sitio donde escribo estas líneas, el adjetivo vacuo resulta afrancesado y demodé. Construido el municipio entorno a un pequeño palacio que alberga un jardín inmenso, la erre gutural ha terminado por definirnos, olvidando siglos de peones pastoreando pinos en su lento y erecto crecer, acompañando las aguas en un delicioso caer entre roca y raigón hacia la nada fresca de un mañana lleno de vida. Aplastados los segovianos de Guipúzcoa, Burgos, Asturias y Galicia que completaron una comunidad serrana olvidada por una corte borgoñona, la memoria de todo aquello quedó censurada entre los amplios salones de un afrancesamiento pertinaz y dominante, provocando que los de este Paraíso nos regodeemos aludiendo a un pasado versallesco acostado a la umbría del perdido caserón de Marly-Le-Roi. Aquel, destruido en la vorágine renovadora de una revolución que nunca llegó al rebollar que me acuna en los serranos estíos sofocantes, apenas es recordado por los muchos que ladran saber y aseguran conocer la identidad de un pequeño asentamiento segoviano en la nava que una vez fue de San Ildefonso y el valle que dio naturaleza a Valsaín. Empujados, por consiguiente, hacia el adjetivo francés como raíz de todo lo que podamos desarrollar, correteamos entre el rastro de los “boulandrines” para llegar hasta el “parterre” que corresponda, dejando el “potager” cercano a la fuente de l’herbe, camino de la escalera de “gazon”, antes de refrescarnos en la pista del “Maillet” para jugar un rato al “anneau-tournant”. Paseando entre los setos diseñados por Boutelou que alegran la traza planificada de René Carlier, observado por un ejército de estatuas pergeñadas por el ingenio de René Fremin, Jean Thierry o Pitue, termina uno siempre escondido en algún recoveco sombrío del laberinto que ideó Antoine Joseph Dezallier d’Argenville.

Y un servidor, harto de tamaña jerigonza, de esa españolísima enfermedad de simplificarlo todo hasta poder generar una condenada y misérrima identidad que todo lo destruya, no tiene más remedio que, dejando el Jardín de la Botica a la diestra, bajar por la calle del Santo hasta entrar en la Partida de la Reina. Y, antes de llegar hasta los cuarteles trufados de varas donde enroscar habas en flor y zarzas rastreras repletas de frambuesas divinas, me pierdo en las sombras de un jardín confundido en mi olvido lacerante, ese que a voces me expulsa de cualquiera que sea la identidad.

Oscuro y desgarbado, el viejo jardín desconocido crece entre cuesta de jabre y zahorra aplastada por tres siglos de agravio. Compacto en el verdor de sus tejos centenarios, el viejo jardín ignorado padece su vivir entre acres aromas de mirtos apretados contra los raigones muertos de afrancesados pinos y serbales, enfermizos olmos silvestres, castaños rebrincados y altivos tilos de fragancia zalamera. Tirados sus cuarteles en viejas líneas que una vez fueron paralelas, que una vez gozaron de prez y vanidosa presencia, los altos setos negros del Jardín de los Italianos me recuerdan lo mucho que esconde cada una de las gotas de sudor que le regalo a cada paso que doy por sus reviradas calles. Pegado al muro descarnado que cierra su oriente, el jardín transita entre las jóvenes flores de la partida secreta y los perales crucificados en el muro de la vieja botica de los frailes. A la sombre amenazante de la ermita del santo, justo a la vera de donde una vez descansaron en hueso un puñado de jerónimos segovianos, este pequeño jardín de fresco olor a vieja belleza nos empuja a dudar de cuantos adjetivos quieran imponernos. Acariciando con mi mano los tiernos brotes del seto, preñados de ese verde brillante, ora violáceo, ora negro, que desprende un balsámico tesoro, me dejo llevar por la ensoñación de una brisa húmeda e intensa alejada de diccionario alguno. Cierro los ojos para descubrir en el recodo a Aníbal Scotti discutiendo con Filippo Juvarra y Gian Battista Sachetti alguna de las líneas torcidas que arreglarían tan recóndito paraje. Sigo mi caminar hasta la linde y me detengo presto a escuchar la retahíla de consejos de Francesco Sabatini a Luigi Bocherini acerca del lugar para celebrar su boda. No está muy de acuerdo el compositor con aquel jardincillo y prefiere más grandilocuencia, pareja ésta a una de esas composiciones declamadas por Carlo Brosci, Il Farinelli, en el Pabellón Dorado, siguiendo los compases del último son compuesto por el magnífico Domenico Scarlatti en uno de los amplios salones de la Casa de Oficios. Viéndolos a todos discutir ante la atenta mirada de Isabel de FarneseMaría Luisa de Parma y María Victoria dal Pozzo dalla Cisterna, salgo hacia la partida de la Fama, buscando algo que relaje mi hartazgo; algo que me indique si, en este devenir entre adjetivos impuestos y desconocimiento palmario, dominado por la burricie más obcecada, acabaré algún día asumiendo la identidad que sea. Por el momento, queridos lectores, seguiré refutando calificativos y epítetos que traten de aprisionar la condición que me define, aquella que nada condiciona y nada define.

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