POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Existe un extraño pasadizo en el campus de la UC3M en Getafe que no dejo de utilizar. Plantado frente a la cafetería pequeña, junto al edificio Concepción Arenal donde radica mi despacho, la dicha construcción ofrece a la universidad que por allí transita un paseo a cubierto de todo. Erigido sobre pilares de feo ladrillo descascarillado, dibuja una estructura fija para que la madreselva se agarre con fuerza y colonice un techo que no existiría de no ser por ese verde oscuro y aterciopelado de un potosí de hojas acharoladas deseosas de engullir en maternal abrazo a todo el que allí se aproxime. Para ello, hunde la tupida mata sus raíces metidas en ensortijado tronco, arrimada a la base de los horrorosos pies arcillosos que, a modo de esqueleto infame, muestran orgullosos en alarde de jardinería contemporánea.
Mas, estudiantes y profesores, personal administrativo, de servicios y transeúntes fortuitos que por allí se dejan caer para cosechar algo de aquel no-sé-qué irradiado por la universidad apenas le dedican una torva mirada ocasional. Alejado de los accesos a cualquiera edificio cercano, en pie sobre un pedestal improbable, aquel triste remedo de túnel vegetal observa entristecido cómo la juventud que emana tan noble institución lo abandona a un olvido inútil y retrogrado, sumida su tristeza en un devenir casi apocalíptico, pues ni siquiera en los días de calor sofocante es fácil ver sus intestinos recorridos por alma alguna. Apenas algún jardinero de tanto en cuanto y un servidor, amante de estos patines imaginados por un idealista que quiso dar algo de barroquismo a un estilo que, de minimalista, apenas dice nada. Por todo ello, por la madreselva, por los pilares roñosos, por las raíces estrujadas y los troncos descascarillados tanto como el esqueleto que todo lo soporta, me obligo a pasar cada día que allí paro bajo las ramas entrelazadas de un verdor inverosímil en reminiscencia de lo que podría llegar a ser.
Estoy seguro de que, con la misma sensación de esperanza que encierra toda naturaleza pletórica en su ser, René Carlier proyectó hacia 1721 un pasaje similar que llevara del Jardín del Rey hasta el bosque que circundaba el gran estanque, Mar de los Jardines, y alimento por igual de fuentes manantes, estantes y sedientos paisanos avecinados al calor de un palacio recién concebido. Dando salida al jardín de Andrómeda, el túnel de verdor de aquel ingeniero francés conectaba el gabinete escultórico capaz de rodear la más hermosa de las fuentes monumentales, aquella que en su seno relataba la victoria sobre los austracistas en 1713, con la fronda inculta y salvaje de pinos viejos, apesadumbrados tejos, jóvenes robles, erectos cedros, dulces avellanos y acogedores lauros de brillante capa verde. En orgiástica comunión entre dos mundos, el bosque primigenio nacido sobre el talud agreste que conduce al Mar y la naturaleza pausada en compás equilibrado por setos de arrayán y parterres orquestados en amplios paseos de jabre dorado y tapizados de fina arena colorada, Carlier quiso regalar una transición halagüeña entre ambas realidades presentes en la vida de aquellos privilegiados.
En efecto, el túnel de verde hojarasca enroscada en arcos vegetales ofrecía un viaje hacia la esencia natural que nos rodea. Constituido como apertura esencial de la cerca original del Real Sitio que aislaba el predio del rey de los bosques segovianos, aquel memorable acceso no sólo enlucía un transvase emocional al presentar dos alternativas vitales férreamente cosidas por un tramo genial de belleza conceptual. Pues, en la sombra de aquel afectado túnel barroco, no era posible saber a qué plano de la realidad se pertenecía. Como aquel gato que el perturbador Erwin Schrödinger encerrara mentalmente en una caja para mantenerlo vivo y muerto al unísono, Carlier te dejaba entre Pinto y Valdemoro sin salir del jardín del Rey, sin llegar a entrar desde el bosque, en un lujo inusual muy poco apreciado por los habitantes de aquel Paraíso ya perdido. Que los debates filosóficos, queridos lectores, han terminado por devenir en superficial relato de curiosidades apartadas de conclusión relevante alguna.
Dado que ninguno de aquellos habitantes privilegiados del Real Sitio llegó alguna vez a comprender el debate interior suscitado por tamaña genialidad jardinera, como ocurre con todo lo que nos angustia, el túnel de Andrómeda convirtió su transición en recuerdo y, a los pocos decenios, éste se mudó en una leyenda más que habrá de engordar ese olvido misérrimo en que fina todo lo que realmente puede mejorar al individuo. Ni siquiera reseñado en las guías del jardín, en los libros de viajeros editados una y otra vez sin una gota de esfuerzo investigador, la transición de Carlier vive en la mente de este humilde Cronista como todos los pasos angostos que, en tránsito de compleja reflexión, han acostumbrado a perecer en la memoria de un común cada vez mas interesado en lo que parece y no en lo que es.
Y es que, en esto de transitar, de hacer de la transición un paso docente y decente, hemos tornado en esta España desmemoriada, vieja e inculta, por caer en la apariencia lo más lejana posible a la realidad. En 1978 se abrió un túnel de verdor que conectara lo salvaje con lo ordenado, la civilización occidental con la barbarie autoritaria y antiliberal que subyace a todo roble retorcido, abyecto y apartado de la luz. Durante apenas una década tuvimos la oportunidad de aprender que en el tránsito hacia la esperanza hay que regodearse en el aprendizaje, dando a esa ojalá la vida que el condenado gato de aquel físico austriaco no parecía aceptar. Desafortunadamente, pasados los años y consolidada la apariencia frente a la realidad de duda inherente, aquel túnel esperanzador rodeado por toda la oscuridad imaginable ha terminado por desaparecer.
Olvidada nuestra transición hacia la democracia como aquel viejo túnel de René Carlier, levantada aquella en un altar inservible que a nadie parece aprovechar como el túnel emparrado del Campus de la UC3M en Getafe, sólo nos queda esperar que la apariencia torne una vez más en esencia; que Patrimonio Nacional decida recuperar la salida a la fronda por el verdor imposible de Andrómeda, que la UC3M obligue a todo quisque a recorrer la umbría gratificante de un túnel ignorado y que todos los que en este país padecemos seamos capaces de volver a ese tránsito entre dos realidades con la vista fijada en la promesa de un mañana mejor que nunca debimos perder, que nunca hubimos de aparentar.