POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE LA GRANJA DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
No sé qué tendrán las calles de Toledo que nunca te dejan indiferente. Si no es por lo empinado de sus cuestas, que parece uno andar por el Himalaya y no camino de Zocodover, será por lo revirado de las mismas, que tengo la sensación de estar volviendo alguna que otra vez al punto de partida, como si un Supremo Constructor se estuviera riendo de un servidor. En otras ocasiones es tal la cantidad de personal que circula por ellas, la mayoría de ellos turistas persiguiendo palos encintados, que me siento un aventurero solitario tratando de cruzar el Amazonas o el Orinoco. En muchas de estas ocasiones, me quedo en un lateral de la calle esperando que llegue mi momento, agazapado a la búsqueda de un claro en el río de humanidad que me permita alcanzar la otra orilla de la calle donde, por lo general, me espera mi querido Paco Cano y la puerta del ansiado bar de turno.
En esas me encontraba el otro día que me dio por fijarme en el nombre de la calle abarrotada e imposible de cruzar. Resulta que lleva por nombre Calle del Hombre Palo. Una vez fui rescatado por Paco Cano para ser seducido por el aroma de las legendarias carcamusas del Bar Ludeña, me dio por darle vueltas al nombre de la dichosa calle. Testarudo que es uno, que no dejo una idea hasta que la consumo, me pasé el resto del día preguntando a todo quisque toledano acerca del Hombre Palo.
Para mi sorpresa el nombre de la calle se debía a uno de los autómatas construidos por el grandísimo ingeniero Juanelo Turriano, obrador de maravillas en aquella España global y masiva del siglo XVI. A las risas imaginándome el pavor provinciano de aquellos toledanos del pasado ante la visión del Hombre Palo, le siguió la admiración por el entusiasmo con que Javier Menor me relató las hazañas de tan ilustre toledano, ingenioso como ninguno y merecedores sus ingenios de recibir calles en tan ilustre ciudad.
De vuelta al Real Sitio, sin embargo, fue la pesadumbre la que acabó por dominarme. No pude dejar de pensar en los juanelos de mi Paraíso, olvidados hasta para las calles que los disfrutaron. De golpe se remanecieron ante mí Réne Carlier, constructor del Jardín Real; José Díaz Gamones, arquitecto de casi todo en el Real Sitio; Carlos Sac y Ventura Sit, transformadores del arte del vidrio en el Barrio Bajo; John Dowling y su ingenio de la casa de pulimento de la carretera de Francia, que mereció mención especial en la Enciclopedia de Diderot; Federico Cantero Villamil y sus inacabados proyectos para conectar el Paraíso con el mundo entero.
Y sobre todos ellos Demetrio Crow, a quien ningún vecino del Real Sitio conocerá ni por sus obras ni por calle o mención alguna. Sobrino de John Dowling, Demetrio evolucionó el ingenio de su tío para construir una supermáquina en el interior de la Real Fábrica de Cristales además de pulimentar los gigantescos espejos que dieron fama a la producción granjeña, era capaz de triturar la composición del vidrio con sus ciclópeas muelas y dar la fuerza motriz necesaria para que los talladores pudieran, ya en el segundo nivel, decorar las botellas, copas, fruteros, vasos, garrafas y garrafillas que hoy admiramos en la vitrinas del Museo del Vidrio.
Quizás, por todos ellos, por Demetrio, John, Federico, Carlos, Ventura, René, por todo su ingenio, más nos valdría ingeniárnoslas para que tamaña ingeniosidad prevaleciera en la memoria de todos los habitantes, visitantes y caminantes del Paraíso. Que no tenga que venir el Hombre Palo a recordarnos la honra merecida al ingenio de los vecinos que transformaron, transforman y transformarán nuestras vidas.
Fuente: http://www.eladelantado.com/