POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
En lo más recóndito del bosque, allá donde el pino se acuesta sobre la loma empinada de viva roca y deja que sus ramas acaricien la flor del piorno y la acícula del jabino, brota un prístino manantial. Horadando peña y roquedal, el agua del nevero alimenta el viejo caño que da sentido a la pradera ahíta de intenso verde primaveral.
Entre la roca pulverizada por los borbotones gélidos de la escorrentía que nunca parece agostarse, repican los chorros cristalinos alegrando el intenso crecer de la yerba cervuna y del azuzón que amarillea tan intensamente que uno creyera ver diminutos soles jugueteando en un eterno florecer. A su sombra y entre el frescor que atesora la dedalera de peligrosa atracción, una legión de escarabajos se afana en recoger cuanta comida pueda ante la mirada regia del ciervo volante. Éste, coronado por la naturaleza con un desequilibrio innato sobre la testuz, trata de mantener la dignidad con cortos pasos que le impidan caer en ese ridículo inherente a la singularidad impuesta.
Hasta allí suelen acercarse no pocas vacas con sus tiernos chotos en los largos y calurosos días que trae San Juan a este recóndito Paraíso. El esfuerzo de subir las largas cuestas, de transitar el secarral descubierto más allá del Prado Redondillo y la sed que regala la umbría del paso de los rodales al estancar la brisa de Peña Citores, se ve recompensado por la pureza de un agua perfecta que siempre debiera encontrarse al final de cualquiera que fuera el empeño. Quizás, por ello, los pastores de Valsaín acabaron por construir un corral sobre la loma que corona el manantial que algún intendente, allá por el siglo XVIII, decidiera incluir en el mapa del bosque que Carlos III acabó por comprar a mediados de aquella centuria.
Quizás, por ello, los pastores de Valsaín acabaron por construir un corral sobre la loma que corona el manantial que algún intendente, allá por el siglo XVIII, decidiera incluir en el mapa del bosque que Carlos III acabó por comprar a mediados de aquella centuria
Hasta ese momento, largos siglos de pastoreo habían aplastado aquellos senderos empinados, próximos al collado de Dos Hermanas, donde la sombra del macizo de Peñalara congela el respirar incluso en los días de profundo estío. Y era tan jugoso aquel cervunal de flores y jabinos que segovianos y madrileños entablaron una plétora de trifulcas entre mojones ajados y términos indefinidos que convirtió el rumiar de vaca, cabra y oveja en un acaso de rapto de sabinas, enebros y piornales, carente de otra solución que no fuera el garrote del pastor y el hacha del peón. Convertidos los rebaños en cuerpos de infanterías custodiados por milicias concejiles, no fue hasta 1238 que mediara Fernando III entre dos concejos enfrentados por el disfrute de la fresca yerba serrana.
Para desgracia de unos y otros, tanta atención dada a semejante vergel asilvestrado donde pastorear la vida en una suerte de Arcadia incógnita acabó por llamar la atención de los privilegiados. El hijo del anterior monarca, Alfonso X, optó por regular el uso de los pastos, el paso de las bestias y el cobro de las rentas derivadas de todo aquello. Pastores y caballeros, concejos y nobles advenedizos disputaron desde aquel lejano momento la hegemonía sobre una fronda agreste que carecía, que carece, de preferencias. Aprendida la lección del sabio rey castellano, llegó el taimado biznieto, Alfonso XI, para convertir el paso del manantial y otros muchos parajes serranos en cazaderos privilegiados, según reza el Tratado de Montería de mediados del siglo XIV, asentándose aquella presencia regia con el levantamiento de la Casa del Bosque de Segovia, embrión de lo que habría de ser Palacio Real de Valsaín, ya en tiempos del rey de todo, Felipe II. Sin duda, todos ellos acabaron por pasar en algún momento por aquella majada conocida como la Espera del Rey, encima de la ya conocida como fuente del Intendente, en la esperanza de que algún incauto puerco u ofuscado oso terminara por asomar al claro cazadero, asustado por las vocerías que remontaban desde el cerrillo de los Cagalobos, cruzando el puente de los Vadillos o el batán de Vargas.
Y sentado en aquel clarear convertido ya en majada por mis vecinos pasados, este humilde Cronista, perdida la vista entre cumbres de roca despellejada y hondos vallejuelos preñados de un verde arrebatador que todo lo absorbe, no deja de pensar en el inmenso privilegio que todo esto comporta. Sentir la brisa de las cumbres sobre el rostro que acaricia el sol filtrado entre las ramas en terso vaivén de pinos tumbados sobre la yerba densa y húmeda, mientras el agua que fluye de las entrañas del cascajar refresca con suavidad una garganta muda por el inmenso deleite de una primavera eterna, conculca un privilegio para el que, sinceramente, nunca estaré preparado.
Ahora bien, la felicidad de poder disfrutar de todo aquello, de asumir el privilegio como algo entregado para el puro placer del disfrute y por la suerte inmerecida de haber nacido sí nos debe enseñar el fin último de todo aquello, la conclusión de todo privilegio sea merecido o, como en mi caso, fruto de la fortuna más aleatoria: que todos los privilegios deben ser mostrados y compartidos, de modo que nadie quede fuera de ellos o, dicho de otro modo, que ningún paisano tenga que desear el goce de algo que únicamente acaba por diferenciarnos, convirtiendo la sociedad en una dicotomía de afortunados y desheredados ansiosos por ocupar ese espacio.
En definitiva, queridos lectores, viendo el porvenir desde la Espera del Rey, solo deseo que cuantos más puedan llegar aquí, menos quedarán por rozar la felicidad, estadio que solo lograremos entrever cuando, en lugar de luchar por lo privilegios, nos esforcemos por hacerlos desaparecer para siempre.