POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Si he de ser sincero, esto del respeto al patrimonio histórico y cultural debería formar parte de la formación básica de todos los individuos, no sólo españoles. Tener presente que no nos pertenece y que es nuestra obligación preservarlo para entregarlo a las siguientes generaciones en tan buen estado de conservación y listo para la difusión como podamos, es una asignatura pendiente en la mayoría de los países y especialmente en el nuestro. Podríamos aprender de otras sociedades, construidas sobre un pasado reciente y, quizás por ello, comprometidas con el estudio, difusión y protección del legado patrimonial de las generaciones pasadas.
Y, como muestra, un botón.
Hace algunos años, mientras daba clases en la Universidad de Minnesota en la bella ciudad de Minneapolis, me encontré en uno de los muchos puentes que cruzan el Mississippi a un equipo de trabajo de campo. El puente, imponente, resultaba un tanto diferente al resto. Construido con sillares de piedra daba la impresión de ser uno de los primeros en ser levantado para superar tamaño río descomunal. Curioso que es uno, me acerqué a ver lo que hacían allí y preguntar al respecto. Se trataba de un equipo arqueológico de la universidad que estaba estudiando uno de los asentamientos primigenios en la construcción del puente llamado, por cierto, Stone Arch Bridge o, lo que viene a ser lo mismo, el Puente de Arcos de Piedra. Construido en 1881 para que cruzara el ferrocarril, es en la actualidad un emblema de la ciudad y, por consiguiente, los ciudadanos y las instituciones se esfuerzan en protegerlo, estudiarlo y difundir su conocimiento. Un servidor, que es cortés y educado algunas veces, no quiso matarles de la risa explicando que en mi Paraíso tenemos dos puentes de arcos de piedra del siglo XVI a los que, como es lógico, no hacemos ni caso y no destinamos un duro en estudiar, analizar, preservar y difundir. Es más, dándoles las gracias y felicitando tan loable iniciativa, me perdí paseando por el precioso parque que rodea el viejo puente minnesotano liberado ya de la pesadez del tren diario.
Para mi desgracia me vino el recuerdo a la mente el otro día, mientras bajaba a Segovia a impartir docencia a otros estadounidenses enamorados de este Santo País y dejaba a mi derecha la antaño preciosa Quinta de Pellejeros. El 7 de septiembre de 1832 la Reina Gobernadora, María Cristina Borbón Dos Sicilias, decidió comprársela a los herederos de Frutos Álvaro por doscientos ochenta mil reales, algo más de un millón de euros. Nada más hacerse con la finca cambió su nombre por Real Quinta de Quitapesares, iniciándose la construcción de un hermoso palacio de retiro del Real Sitio para la Reina y su morganático esposo, Agustín Muñoz, duque de Riansares. El 15 de marzo del año siguiente la Reina Gobernadora añadió otros dos lotes a la Quinta comprados esta vez al Concejo de Palazuelos por cuatro mil setecientos reales, otros veinte mil euros más al casi millón cien mil gastados previamente. Precioso paraje, adornado con el edificio auxiliar conocido como La Faisanera dedicado, seguramente, a la cría de aves destinadas al disfrute de la caza, pasó en herencia a la hija menor de la Reina Gobernadora y el Rey Fernando VII, la infanta María Luisa Fernanda.
Obviamente, lo suyo habría sido preservar en la familia tan goloso espacio en la falda de la sierra del Guadarrama y a tiro de piedra de dos Paraísos, el Real Sitio y Segovia. Ahora, como ya les he avanzado, no existe en la voluntad de los paisanos el preservar patrimonio alguno que no sea el monetario y político. Asentada en Sevilla, el Real Sitio le quedaba lejos a la dicha infanta, razón por la que vendió la Real Quinta de Quitapesares a José Ojesto y Puerto, propio de Salamanca, en la década de los cincuenta del siglo pasado, y este, a su vez, a Agustín Díaz-Agero y Gutiérrez, Conde de Malladas, quien lo poseyó en los años dorados del veraneo borbónico en el Paraíso, disfrutando de parte del Real Sitio hasta el momento de su muerte, en 1924.
No sé si estaba en la intención de este paisano el preservar el espacio de la Quinta, transformarlo o monetizarlo, como se dice ahora, para aumentar el peculio familiar. Sí sé que el edificio, tras la Guerra Civil, acabó en manos públicas y hasta ahora, en el lamentable estado en el que está, perdida toda su identidad, su edificación, su parque y hasta el sobrenombre de Real Quinta.
Y es que, si he de serles sinceros, viendo cómo se trata el patrimonio en esas mal llamadas manos publicas, uno no sabe qué pensar. Defensor que soy de lo público, me gustaría el mismo interés en su preservación que el mostrado por aquellos estudiosos y comprometidos minnesotanos y no las inacción asociada a ese miserable adagio de “lo público es de todos” o, lo que viene a ser lo mismo, es de nadie y así nadie se preocupa por ello. Cuánto daría yo por un poco de esa pasión estadounidense por lo patrio y cuánto detesto la impasibilidad tan nuestra ante la pérdida del patrimonio, de la historia, del pasado. De la identidad que tenemos, no protegemos y que, a este paso, la siguiente generación ya no tendrá.
Esforcémonos, pues, y luchemos por esa identidad que nuestro pasado nos otorga y que inserta en el patrimonio histórico material e inmaterial debe ser entregada a las generaciones venidas y venideras, si queremos que algo quede de lo que fuimos, somos y podamos llegar a ser.
Fuente: https://www.eladelantado.com/