POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Hay una línea monumental en el jardín del Rey construida a base de esperanza en el pasado que no ha de volver. Frente a las habitaciones que años más tarde ocuparía Alfonso XII con las descomunales copas de las secuoyas de la Partida del Rey en el horizonte, René Fremin y Jean Thierry planificaron un discurso político irrefutable a ojos de aquel monarca perdido en la noche irreal del presente más absurdo. Vista la línea desde el balcón principal donde suelen reunirse los representantes de la institución que corresponda, el que allí se asoma debería ser consciente del fenomenal triunfo explícito en las plúmbicas figuras creadas por tan afamados escultores franceses.
Para empezar, nada más salir de las estancias vegetales adornadas por caracoles y abanicos, uno se ha de fijar en el desfile triunfal del rey Felipe V transmutado en señor de las mares océanas. Enhiesto sobre el carro que tiran hipocampos montados por tritones y una multitud de golfines rampantes en el elogio de tamaña victoria, el rey Felipe V se veía surcar las aguas ya calmadas tras casi década y media de procelosa agitación bélica. Sólo en la victoria, los artistas franceses lo mostraban en plenitud física adornada por las largas barbas de la sabiduría, coronado de inmortal memoria y arrastrando escudos heráldicos y condenados vencidos, sometidos todos a la arrogancia de aquel César invicto aclamado por un centenar de tilos y castaños, carpes, robles y algún que otro pino silvestre sorprendido por el fasto vertido en la tranquilidad de un bosque que nunca había entendido de fanfarrias, corales vociferantes y reyes vestidos de dioses que nadie entendía.
Un poco más atrás, sobre una elevación artificial flanqueada de escalones pétreos, el rey tornábase en Febo Apolo de belleza singular, músculos salidos de una florentina imaginación truculenta y mirada extasiada en el mensaje premonitorio del escudo portado por la Victoria Invencible, mientras pisaba con fortaleza una serpiente Pitón que enmascarase a todo enemigo real e imaginario de aquella dinastía franco-navarra en ciernes. A sus espaldas, separados por gradas repletas de agua, asomaban dos dorados dragones que, a voz en grito, berreaban agua en chorro hacia los cielos segovianos dejando atónitos a los pobres cedros de la partida adyacente, más interesados en agarrarse a un suelo arcilloso que no parecía dejarles otra opción que crecer hasta un infinito que culmine en glorioso derrumbamiento.
Ya al fondo del paisaje inventado por Fremin y Thierry, confundida la visión por el ingente verdor del bosque que rodeaba el gabinete ya perdido y aquel túnel floral del que me enamoré con su solo recuerdo, una pirámide blanca y broncínea rompe la vista ya confundida con tanto oropel y alabanza a un rey que nunca pareció disfrutar. Imaginada la roca blanca y la bella Andrómeda cobriza como las cadenas que aún siguen aprisionándola contra la barbarie, el rey Felipe se veía como refulgente Perseo de pies alados y casco indestructible. Volando sobre el furor que sometía su amanecer, ese versallesco semidiós, con la ayuda indiferente de una afrancesada Minerva metida en escudo y lanza, acababa con aquellos condenados austracistas a golpe de decapitada Medusa petrificante y callada diplomacia nacida del sometimiento voluntario de un abuelo grandioso en la propaganda y escaso en los recursos que habrían de consumir una inmensa Francia ya arrimada a los calores revolucionarios.
Y, allí tumbado sobre la fría roca serrana, golpeado por la mirada terrible de una cabeza desprovista de vida, congelado por el beso sin fín que las aguas salidas del Carneros y el Morete entregan, caído en mortal derrota inventada grita su desesperación Ceto abriendo su ingente garganta en descomunal alarido. Más, para este que suscribe, la pobre Ceto, siempre olvidada, dejada de la mano del recuerdo, trasciende en derrota y maldad, pero nunca en intención. Hija de la Tierra y del Mar oscuro que todo lo esconde, este brutal titán marino encerrado en las profundidades del desconocimiento, de la desidia y la frustración, hubo de soportar una eternidad de desprecio donde acunar una ira sin límite. Liberada, como todos los males, por la arrogancia humana, tan solo trató de cumplir con el castigo encomendado. Sin embargo, perdido el conocimiento del encargo, Ceto, ejecutora y vehículo de otra voluntad enmascarada, pasó a ocupar la furia del libertador sin caer en la cuenta de que apenas se trataba de un solícito y cumplido esbirro de las órdenes emitidas por aquel que fuertemente agarra la cadena. Bien abiertas sus terribles mandíbulas, un servidor no sabe muy bien si aquello que profiere es más un grito desesperado que una amenaza; si la voluntad de aquel Felipe V destruyendo lo que restaba de la monarquía hispánica era una maldición más que una esperanza; si en toda venganza cumplida existe realmente algo de luz o más oscuridad que la desterrada y si en aquella España que nacía moría otra que más tarde habríamos de anhelar.
Después de todo, queridos lectores, es en la oscuridad donde descansa el fulgor del brillo más cegador
Asomado a aquella ventana donde reposara su diletante mirar ese otro rey perdido entre amoríos y liberalismo mal asumido, este humilde Cronista no deja de mirar embelesado en la distancia las fauces del terrible titán: ni paseos triunfales, ni victorias, ni batallas ganadas auguran más que un eterno devenir, un continuo volver a empezar. Y, ya sean reyes encaramados a rocas bien relatadas por fumistas de primera, golfines cantores de verdades inventadas, tritones engalanados con doradas escamas, diosas de pulidos cascos, lanzas erectas y escudos bruñidos con el esfuerzo de un millar de almas perdidas; ya vengan escultores franceses de delicado gusto amanerado, cortesanos agarrados al privilegio lisonjero o miserables y serviles peones enganchados al salario ruin que linda con la desesperación; todos sin distinción habremos de caer en aquel ijar de oscuridad bramante que se parte en desesperado alarido rozando la linde del jardín real de San Ildefonso.
Ahora bien, allí, en la negrura ensordecedora de una frustración eterna deberemos decidir si salir o permanecer en la agitación de Ceto es lo que precisamos en realidad, pues, no todo mal necesita ser combatido ni todo héroe merece ser añorado. Después de todo, queridos lectores, es en la oscuridad donde descansa el fulgor del brillo más cegador, ese que una vez amaneció en las fauces de Ceto.