POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Al dios Jano se le representaba con dos caras que miraban en direcciones opuestas, una hacia el pasado y otra hacia el futuro. Se le invocaba el primer día de enero, al comienzo de cada día, en el inicio de muchas tareas; así, cuando los romanos salían para iniciar una guerra, acudían a hacerle ofrendas en su templo y se dejaban abiertas las puertas del mismo, las cuales no se volvían a cerrar hasta que las legiones romanas no regresasen triunfantes al Foro Romano.
Diríase que para Jano no había presente, pues éste es un instante tan fugaz que viene a dividir lo que ya se fue de lo que está a punto de llegar, sin detenerse ni fijarse en ninguno de los dos.
Como sabemos, enero deriva su nombre de Jano, este dios romano, pues el nombre procede del latín vulgar jenuarius, del cual sale, a su vez, la variante reducida jenariu, cuya evolución es: Jenariu>jenairo>jeneiro>enero (la j, con sonido próximo al de nuestra “y” griega -más vocal, en inicial- unas veces se pierde y otras se conserva).
Dos rostros tenía Jano, como la vida entera, que suma lo ya hecho con todo lo que nos resta por hacer.
Un año nuevo es para mucha gente como un folio en blanco del que uno se siente responsable de su blancura sin contaminar. Es como una feria de antigüedades donde se amontonan objetos admirables que tuvieron su utilidad en el pasado, tal vez en casas con dueños de alto poder adquisitivo, pero que-por mil razones familiares o personales- acabaron ahí, expuestos al mejor postor, esperando un tiempo nuevo, en busca de una segunda vida que prorrogue el destino para el que fueron creados. Tal vez algunos de esos objetos tengan más suerte en ésta su segunda vida, todo depende de las manos de quien se haga cargo de ellos.
Algo así parece ocurrir con cada mes de enero, al menos en los propósitos para dejar atrás lo que consideramos negativo y volver a revestirnos de lo que de irrepetible tenemos cada uno, de sensitivo, de espontáneo, porque no hay época auténticamente humana que intente oponerse a lo que de más humano hay en el corazón del hombre y de la mujer: lo creciente, lo noble, lo digno, lo divino.
Lo que nos separa o nos acerca no es la escasez o la riqueza, sino la existencia de un deseo común, de una admiración simultánea, sentimientos que no cuestan dinero y que tratamos de reactivar cuando enero regresa a nuestros calendarios.
Pueden aparecer algunos contratiempos a lo largo del año que se inicia y no nos quedará más remedio que estudiarlos con frialdad, averiguar su peso y su tamaño, y luego ya oponérseles con buen espíritu y sana confianza.
Vuelve enero a invitarnos a mudar los odres viejos por otros nuevos, de forma que podamos hacernos con otros de mejor calidad y mayor duración, odres que -a la postre- están en buena medida dentro de nosotros mismos, en nuestra mentes y actitudes.
Según la siempre apasionante e imaginativa mitología -griega primero y romana después, ambas llenas de mitos y leyendas- cuando el dios Saturno fue destronado y expulsado por su hijo Júpiter (el Zeus griego) de su lugar en el mundo de los dioses, se refugió en el reino de Jano y, en agradecimiento, dotó a éste del poder de ver el futuro y el pasado al mismo tiempo y poder así tomar decisiones sabias y justas (por esa razón se le representa con dos rostros) y lo convirtió en un dios.
Sacudámonos con firmeza de todo cuanto negativo haya en nuestro entorno -si lo hay- y entonemos -ante el nuevo año 2020- la bella estrofa del Sacris Solemniis:
“Que se retire lo antiguo; que todo sea nuevo: los corazones, las palabras y las obras”. Así sea.