POR ANTONIO LINAGE CONDE, CRONISTA OFICIAL DE SEPÚLVEDA (SEGOVIA)
La memoria de la participación procesional en la Semana Santa de la extinguida Cofradía de la Cruz -no confundir con la Veracruz o Plagas-, o sea la del Hospital, me ha hecho reflexionar en torno al tema del título, ten profundamente humano como pocos otros.
Hacia 1900, el eminente médico berlinés Emst Leyden decía que el primer acto del tratamiento es dar la mano al enfermo. Marañón escribió que el único instrumento imprescindible en el consultorio es la silla, en la cual el enfermo cuenta sus males al médico y luego dialoga con éste.
Evidentemente, se trata de una constante que de una u otra manera, con más o menos hincapié en unos u otros aspectos, por la fuerza misma de las cosas ha estado presente desde los orígenes de la humanidad hasta la actualidad, y es la base de la medicina. Sólo en el día de hoy, la perfección de las técnicas ha podido en algunas desviaciones pretender su arrumbamiento.
El año pasado se ha conmemorado el centenario de la Primera Guerra Mundial, en la que tuvieron lugar ciertos avatares en la práctica médica que estimularon a la configuración de la presencia indefectible de ese factor humano en ella. En 1914 predominaba la consideración de la medicina como una ciencia de la naturaleza. Los jóvenes ayudantes en los hospitales no se demoraban en las visitas y en cambio se eternizaban en el santuario del laboratorio. Aunque su inspirador, Claude Bernard en el Colegio de Francia, advirtió que no había que perder de vista la unidad del ser vivo. La mentalidad imperante era la de un profesor de Jena, Rudolf Krehl (1861-1937).
Estallada la contienda, éste tuvo que dirigir un hospital de campaña. Allí no contaba con ningún laboratorio, sino que se encontraba en un contacto exclusivo con los heridos. ¿Nos recuerda la soledad del portero ante el penalti? Pero entonces descubrió que ello le enriquecía, al hacerle ver que la mera clínica le hacía ver cosas que anteriormente había pasado por alto. (Otro diré algo de la relación de nuestro Emiliano Barral con los médicos, de los cuales retrató a bastantes. Anticipo que en ella he visto ejemplificada esta mentalidad)
Por ese camino, su discípulo Viktor von Weizäcker, veinticinco años más joven, llegó a una formulación decisiva de la relación entre el médico y el enfermo que yo estimo insuperable. El enfermo es un hombre que se encuentra en un estado de necesidad, es un menesteroso que pide ayuda al médico. Lo cual no es humillante. Pues todo en el enfermo no es debilidad, ya que el sufrimiento le es también un motivo de orgullo. Y el médico que le ayuda participa de su estado, no se siente superior sino un camarada del camino.
Hoy las técnicas han hecho avanzar a la medicina de una manera que llega a prodigiosa. A mi mismo, como uno de tantos, me han evitado sufrimiento. Pero me conforta oír a amigos médicos que las pruebas siguen siendo un complemento de la historia clínica, la cual llega a biografía.
Mas, ¿si se llegase a una robotización de la medicina y lo personal fuera sustituido por lo mecánico? Voy a remitirme a una clase de Arqueología que oí al profesor Pericot. Citó cierta tendencia a definir cada yacimiento arqueológico por una fórmula matemática, obtenida cuantificando todas las características de sus hallazgos, como tipos de objetos, fechas y demás. Y él concluía: “Si esto se impone, yo ya no estaré. Pero preferiría no estar”.
————————————
Volviendo al centenario de que decía. Durante aquella Gran Guerra cantaban en el colegio de las monjas sus educandas: “España, dando gracias en este novenario, entona ante el sagrario sus cánticos de paz”. Pero la neutralidad no nos libró de la última aparición del terror de la epidemia, la gripe del otoño de 1918, poco antes de cesar las hostilidades. Otro día diré algo más. Hoy sólo quiero recordar los nombres de los vecinos a quienes el ayuntamiento reconoció en el trance un comportamiento ejemplar. Fueron Eusebio de Frutos, Esteban Blanco, Manuel Gil, Fermín Alonso, José Latines, Agustín Santamaría, Amós López, Ramón Cristóbal Expósito, y Ramón Lobo. Al médico Ferrán, que desoyendo los consejos del alcalde se levantó con fiebre para dar la asistencia a enfermos que llevaban cuatro días sin ella, se le propuso para la Orden Civil de la Beneficencia.
Fuente: Programa de Semana Santa – Sepúlveda, 2015