ENSEÑANDO LAS RAICES
Dic 10 2023

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

Plaza Mayor de Segovia

A veces nuestros maestros, esa sabiduría albergada durante eones que nos muestra los caminos hacia la montaña que toque, tratan de confundirnos para que el espíritu crítico domine cualquier otra voluntad. Embebidos en la posesión del conocimiento, solemos agarrarnos a un dato, una evidencia incuestionable, y expulsar el debate que sea. Poco nos importa que, por muy atinada que sea la duda presentada, otro pueda puntualizar la senda del discurrir: sabemos que tenemos razón y no mostramos la más mínima debilidad en una posición que entendemos merecida. Supongo que eso trataba de decirme mi querido Maestro, don Francisco Otero, hace ya casi tres lustros.

Andábamos sentados en la plaza mayor de Segovia, justo a la sombra del balcón municipal, donde yace una terraza de todos conocida. Allí, frente a la mole catedralicia que una vez construyeran los segovianos durante siglos con esfuerzo sin par para que la iglesia se arrogara la titularidad en connivencia de un régimen político deleznable; allí, digo, gastábamos el Maestro Otero y éste que suscribe unos vinos al calor del recibimiento de la hornada correspondiente de estudiantes norteamericanos. Hablando de aquello y escuchando de lo otro, llegamos a la memoria paterna que tanta penumbra tiende a convocar en la proximidad, dejando paso a una luz de comprensión con los años posteriores a la pérdida. En mi caso, confesaba yo a mi Maestro lo mucho que mi señor Padre, don Sixto Juárez Marcos, criticaba mis exabruptos dialécticos, cargándome con el apelativo de radical en resumen de mi arrogante estulticia. Francisco Otero, divertido, me decía con mucha razón que aquello no era un insulto ni una reprimenda, sino un halago, puesto que radical es aquel que llega a la raíz. Y, como en tantas otras ocasiones, tras un traguito de vino, cambió de conversación y conversador.

El caso es que, andando por el pinar y bosque de Valsaín con otro de mis Maestros, el Sr. Bellette, cayó sobre mí ese recuerdo llegando al tajo que hace el arroyo de Valdeclemente al asomar en cascada por la línea de tejos oscuros y orgullosos que amanecen en la umbría de aquel entollado donde perdió el tío Navacerrada una de sus caballerías. Alegre y un tanto congelado, el arroyuelo esquiva una piedrita aquí, un tocón acullá y un esquisto rebelde más abajo aún para saltar el camino en pos de los bajíos más cálidos y amistosos, preñados aquellos de arrastraderos empinados y bolos inmensos de granito ancestral. Metidas las manos en cualquiera que fuera el cálido regazo, íbamos desandando la vereda hacia La Granja de San Ildefonso, a veces callados como morugos petrificados por ese hálito ya invernal, quizás impelidos por el deseo encerrado en el vinito expectante en un esquinazo de la barra que custodia la Fundición Restaurante.

Sea como fuere, caí en la cuenta del recuerdo atesorado nada más ver una colección de erguidos pinatos al albur del camino mostrando sus raíces en la panza que hace el camino que conduce a Majalrompe y la fuente de la Peseta. Tiesos como la mojama de Barbate, esos pinos han crecido con las tripas al aire y, sin pudor alguno, enseñan las raíces que les dan sustento y soporte, incólumes al comentario que sea. En ese terraplén impuestos, los pinos y sus raíces miran al paseante con el más orgulloso desafío impreso en su corteza, mientras la nieve escurre desvaída por sus intestinales ramificaciones antes de sumergirse en el terruño serrano.

FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/ensenando-las-raices/?fbclid=IwAR13_znbmhJ2sy1rg1ns_mxKWUihp3d7pAtt-OHMUBRvIy8-azTMU3bxaFs

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