POR EDUARDO JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Viene ocurriendo en estos tiempos de desmemoria y maltrato del pasado que, aquello que no se atesora y defiende, acaba por perderse, quedando su recuerdo en manos de la inventiva popular. Así, cuando un entorno histórico, una persona vital para nuestro pasado o un hecho singular y relevante quedan apagados por la desconexión del tiempo, el espacio y su transmisión veraz, lo que debía ser irrefutable en nuestro saber cae pasto de las malditas leyendas.
Entiéndanme que no tengo nada contra ellas. Se trata, más bien, del repelús que me produce ver en una calle de Valsaín una placa callejera pintada a mano que dice de Juana La Loca y que algunos de sus vecinos sigan contando que fue la pobre Reina Doña Juana quien ordenó quemar el palacio. Dado que el Paraíso en el que tengo la suerte de vivir ha sido escenario de no pocos pasos decisivos en la Historia de este País, de Europa e, incluso, del mundo, la falta de difusión de su pasar ha dado pábulo a infinidad de leyendas, cuentos e historietas que algunos de mis vecinos se tragan a pies juntillas.
Desde los que me preguntan por la reina que se tumbaba en la piedra de la barca, como si no hubieran tenido todo tipo de muebles habilitados para tal menester en palacio, a los que asumen que los templarios fueron capaces de crear una encomienda en el Puerto de la Fuenfría sin tener en cuenta la belicosidad del concejo segoviano y su junta de nobles linajes, pasando por aquellos que, una y otra vez, me piden que les explique cómo fue posible que un santo visigodo a quien nadie tenía veneración, más allá de Toledo y Zamora, se apareciese al pobre Enrique IV en las cercanías de la famosa ermita hoy sita en el interior de los Jardines del Rey; mi vida transcurre en un continuo desdecir y argumentar. A todos ellos les remito a la lectura de las fuentes para la Historia; a los archivos maravillosos, como el de nuestra querida Catedral de Segovia, cuyo documento más antiguo cumple novecientos años en este aciago tiempo; y, sobre todo, a las crónicas de los reyes del pasado, donde uno puede encontrar un relato aproximado de aquellos momentos en que la historia sufrió la tergiversación de la inventiva camino de las leyendas.
Pues sepan que en estos días de recogimiento y recuperación de la enfermedad y fatiga a la que me ha sometido este pesar de tantos españoles buenos, me ha dado por repasar las crónicas de aquel pobre rey Don Enrique IV, rebuscando entre las memorias de sus cronistas la respuesta a alguna que otra leyenda de los Reales Sitios. Y, como el que busca siempre encuentra, trasegando en la Crónica Castellana anónima y las de Diego Enríquez del Castillo, Alonso de Palencia y Lorenzo Galíndez de Carvajal, di con la descripción de la famosa casa de fieras del parque de Valsaín.
El caso es que, durante muchos años, habíamos asumido por tradición popular, que el rey Felipe II había dispuesto de una especie de zoo para su recreo en el citado lugar, a pesar de que era imposible de apreciar nada parecido en las escasas reproducciones existentes del complejo trazado por Gaspar de Vega a mediados del siglo XVI.
En las crónicas citadas, especialmente en la anónima, se describe claramente la instalación que hizo edificar Enrique IV en las cercanías de la Casa Real de Valsaín. Así, mi antepasado en el cargo explicaba que se trataba de un bosque espléndido con una cerca cerrada a cal y canto donde descansaban todo tipo de fieras, desde venados gigantes a cabras de grandes cuernos, jabalíes y, supuestamente, hasta osos. Para su defensa y, principalmente, atemorizar a todo aquel furtivo deseoso de ganarse un rápido ajusticiamiento, según Alonso de Palencia, el rey dispuso que hombres fieros y repulsivos, como los salvajes animales que custodiaban, protegieran el tesoro del monarca castellano.
Respecto a la utilidad de estas fieras del parque de Valsaín, no queda claro si eran destinadas a la caza o su destino era el deleite regio de la contemplación. Un servidor apuesta por esto último, pues así lo comenta alguno de los citados cronistas. Por otra parte, cuando la nobleza se rebeló contra el rey y la ciudad de Segovia pasó a manos del vil Juan Pacheco por traición de Pedro Arias Dávila, algunos de sus secuaces se vinieron hasta el Paraíso para dar muerte a las fieras de Enrique IV, cazando un macho cabrío descomunal, ojito derecho del pobre rey.
Sea como fuere, parece evidente que el parque no superó el reinado de Isabel I de Castilla, quien desmanteló parte de las instalaciones entregándolas a manos privadas e incumpliendo, una vez más, la promesa de no enajenar el patrimonio de la corona. De modo que el parque y las fieras hubieron de ser un recuerdo pasado, fruto de la leyenda, cuando Felipe II decidió transformar la vieja casa de los Trastámara en el monumental palacio que hoy languidece pasto del olvido, de la miseria, del desgobierno y, sobre todo, de la pérdida del orgullo por un pasado glorioso; pues, no se engañen, queridos lectores: en el conocimiento del pasado se halla el éxito del futuro y la felicidad del presente que, en definitiva, es lo único que vamos a vivir.
Fuente: https://www.eladelantado.com/