ENTREVISTA A ÁNGEL AROCA, CRONISTA OFICIAL DE IZNÁJAR (CÓRDOBA), EXPROFESOR DE ARTE DE LA UCO Y BELENISTA
Dic 09 2013

«PASÉ DE LA AUSTERIDAD Y SEQUEDAD CASTELLANAS A ENCONTRARME LA GRACIA DEL ARABESCO ANDALUZ»

Ángel Aroca posa en su estudio ante uno de los muchos belenes que colecciona. JUAN ALGAR
Ángel Aroca posa en su estudio ante uno de los muchos belenes que colecciona. JUAN ALGAR

LUGAR DE NACIMIENTO: LA RODA (ALBACETE), EN 1942.

TRAYECTORA: HA ENSEÑADO EN CASI TODOS LOS NIVELES EDUCATIVOS. DIRIGIÓ LA ACADEMIA DE CÓRDOBA.

Visitar el estudio o la casa de Ángel Aroca Lara –y entre ambos escenarios, separados por apenas metros de distancia, se hizo esta entrevista– es adentrarse en un mundo irreal, tejido de miles de objetos y de sueños, por donde campan a sus anchas ángeles fugitivos. El estudio de Vallellano, en estos días de fríos y mazapanes, es Navidad pura, pues no hay hueco ni centímetros de pared donde no atraigan la mirada asombrada desde sus templetes y hornacinas misterios, reyes y pastorcillos de muy diversos materiales y origen, como en una Babel con música de villancicos. Un museo belenista tan exuberante y vivo –no para de crecer y cambiar– como constante, pues así permanece los doce meses del año y hasta se extiende a la vivienda de su creador, habitada igualmente todo el tiempo por figuras de nacimiento y otras imágenes religiosas de notable valor artístico. Como este hombre singular, de voz y maneras refinadamente sosegadas, algo bohemio, excesivo en sus pasiones –que pasan casi siempre por el arte, su mayor debilidad– y con un toque de dandi ilustrado que le hace parecer un personaje de otra época.

–Dicen que tiene usted la mejor colección de belenes de Córdoba.

–No creo que sea la mejor, aquí hay belenes magníficos. Pero sí es una colección curiosa. Los he hecho yo mismo a partir de figuras que a lo largo de mi vida he ido encontrando en anticuarios y mercadillos. Cuando me jubilé decidí montarlos, haciendo yo los riscos y las arquitecturas. Los tengo siempre puestos aquí en el estudio y en Iznájar, donde está la mayor parte de ellos, porque no hay ya sitio donde meterlos. Es que aparte de los belenes pequeños que he ido comprando en viajes, unos 70, los grandes hechos por mí son ya más de 50.

–¿Y cómo es que los tiene siempre montados, contra la costumbre de mantenerlos como máximo hasta la Candelaria?

–Los tengo protegidos en urnas y fanales, sería un lío quitar y poner tantísimas figuras. Lo que pasa es que cuando llega la Navidad concedo especial privilegio al belén napolitano, que sale de la urna y lo monto en casa, enriquecido con más piezas. Tengo dos napolitanos, y muchos de Perú. Desde que me jubilé los viajes los enfoco hacia donde puedo encontrar cosas interesantes en el mundo del belén. Perú, Italia, Portugal, Praga –tengo uno de cristal de Bohemia–. Y voy mucho al mercadillo de los ingleses, en Fuengirola, que es muy socorrido porque encuentras cosas de todos los países.

–Y luego las recicla…

–Ah, sí, a mí me encanta reciclar. Una de las cosas que más me satisfacen es encontrar algo a punto de desaparecer y darle una nueva vida.

–Así que es usted un `manitas´.

–Sí, me encanta trabajar con las manos. Y soy muy paciente. Cuando me jubilé a los 60 años vi que era muy joven para sentarme a esperar que me llegara la hora, así que me levanto muy temprano, ando un poco y después me meto en el estudio. Llevo una vida casi monacal a pesar de lo bohemio que he sido.

–¿Pinta también, como hacía cuando era joven?

–No, hubo una época en que pintaba pero luego lo dejé porque no tenía tiempo. Es mío, y no de juventud, ese paisaje de Iznájar que ves ahí –señala una pared del salón de su piso, un delirio barroco de dolorosas y niños Jesús santificado por la belleza–. Pintaba pero, vamos, no era un Emilio Serrano ni otros grandes, era más bien un pintor dominguero. Lo que me gustaba era enseñar a los demás lo que sabía. Por eso no me pareció mal hacer Magisterio, aunque tampoco había mucho donde elegir en Albacete. En el 59 era ya maestro, con 16 años, y ese mismo año empecé a trabajar en una escuela unitaria de mi pueblo.

Mirando aún más atrás, Angel Aroca recuerda con añoranza la infancia manchega en La Roda de aquel niño –un poco proustiano, te imaginas al escucharlo– abocado a la exquisitez literaria y que se bebía el paisaje y sus gentes como otros de su edad la leche caliente del desayuno. «Yo siempre he sido muy sensual, muy de los sentidos –explica–. Disfrutaba con el olor denso del mosto en otoño, y con la recogida del azafrán, que asocio a mis tías, era un cultivo matriarcal. Las roseras tiraban los pétalos de la flor y veías los campos como un mar malva».

–¿Su padre tenía tierras?

–Era agricultor, sí, tenía un hombre que le labraba las tierras, y a mí me mandaba algunas veces a hacer faenas en el campo. Pero también era distribuidor de bebidas y socio de una panificadora. Y mi madre era una mujer con un enorme sentido del humor que conservó hasta la muerte, con 100 años. Creía que iba a ser eterna. Un día, ya con 96 años, estábamos jugando a las cartas y me preguntó: «¿Qué vejez me esperará?».

–Se acercó a Córdoba, o más en concreto a Iznájar, de la mano del magisterio, hace ya 47 años. ¿Qué le hizo cambiar La Mancha por Andalucía?

–Fui destinado en 1966 a Fuentes del Cesna, una pedanía del pueblo granadino de Algarinejo muy cercana a Iznájar. Empecé a ir a Iznájar los fines de semana con dos amigos, los tres a caballo (en uno de los viajes salí por la cabeza del caballo, pero esa es otra historia). Ellos decían que iban «de novias», pero el que encontró novia fui yo, que conocí a Piedad –la esposa calladita y señorial que hace un rato compartía con nosotros café y tarta de chocolate para enseguida retirarse a los interiores domésticos–. Mi aproximación a Iznájar, que era un pueblo al que veía entre las brumas de la lejanía, fue lenta. Era como ir quitándole velos de niebla y de distancia.

–Suena todo muy lorquiano.

–Sí, es que aquello era una maravilla. El embalse había empezado a llenarse, y aquel castillo roquero emergiendo al fondo, y el arrabal de casitas blancas… El pueblo me sedujo, era la belleza a flor de piel. Venía de La Mancha, que era la abstracción, la línea recta, y de esa belleza conceptual difícil de entender pasé a un primitivo flamenco, la minuciosidad del detalle. Y luego la gente, tan acogedora.

–Pero en Iznájar no llegó a vivir nunca, ¿no?

–Solo de vacaciones, en casa de mi suegra. Nosotros tenemos una casa allí que proyecté con 30 años pero hice con más de 60.

Se le metieron tan dentro los paisajes generosos de la Subbética que desde el principio se hizo lenguas de sus bondades, y acabó siendo su cronista oficial. Rastreó y organizó archivos y dedicó buena parte de sus trabajos de investigación a esa tierra que le deslumbró y a la que llegó, dice componiendo un mohín de simpatía cómplice, «por donde llegó Abderramán I, aunque a mí –remata entre risas contenidas la broma histórica– no me hicieron emir en la mezquita de Archidona».

–¿Qué le decidió a cambiar la Subbética por la capital?

–Nuestro destino era terminar en una ciudad. Teníamos dos niños (el parto de la tercera lo atendió Balbino Povedano, que tenía la consulta aquí abajo). Córdoba había sido la capital del Califato, el gran foco cultural de Occidente cuando Madrid, París y Londres eran villorrios. La Mezquita, que conocía por la etiqueta de las latas de tomate que compraba mi madre, me fascinó cuando la visité por vez primera en un viaje de estudios. Tenía Córdoba idealizada.

–¿Le defraudó la realidad?

–No, no. Había estado en Lucena, y cuando se crean los colegios del Plan de Urgencia de Andalucía pido venirme a Córdoba como especialista en Letras, porque había hecho un curso de especialización, y me lo conceden. Empiezo en el colegio Aljoxani en el 72, en el 74 paso al Juan de Mena y luego al San Juan de la Cruz, que era anejo a la Normal. Llegué con avidez de conocer Córdoba, que para mí era como decir Atenas o Constantinopla, y me encantaba perderme en mis paseos. Me llamaba la atención que las puertas de las casas estuvieran abiertas, y los patios, a los que se accedía casi como espacios semipúblicos. Pasé de la austeridad y la sequedad castellanas a encontrarme la gracia del arabesco andaluz.

–¿Se movió desde el principio en los ambientes culturales?

–No, me interesaba más el paisaje que el paisanaje. Me encantaban las tabernas, yo oí cante en ellas. Luego tuve el privilegio de pasear junto a cordobeses como el pintor Miguel del Moral, tan ocurrente, y Pablo García Baena, que me cautivó. Pero al principio íbamos con frecuencia a Iznájar y a Málaga, y además daba muchas clases porque compatibilizaba el colegio y la Escuela de Magisterio, donde también era profesor.

–Ha tenido ocasión de conocer casi todos los niveles educativos, porque acabó siendo profesor titular de Historia del Arte en la universidad. ¿Cómo era la enseñanza en los años setenta?

–Yo tengo recuerdos magníficos. Eran otros tiempos, los niños por supuesto respetaban al maestro, que estaba más avalado por los padres. En el colegio Juan de Mena daba clase de expresión plástica, e hicimos en la sala de la Caja Provincial de Ahorros una exposición que se llamó Dardo 78 con maravillosos acrílicos de los alumnos. Se vendieron todos. Había estudiado la carrera de Historia del Arte como alumno libre y me apetecía enseñarla, por eso di clases en Magisterio y luego en Filosofía y Letras, que era lo que más me atraía, con estudiantes más motivados. Se lo pasaban bien y yo también. Fui un profesor asistemático, mi método era sorprendente y epatante. Mi obsesión era entusiasmar al alumno, levantarlo de la silla.

–Era una universidad que daba sus primeros pasos. ¿Cómo los recuerda?

–Estaba muy politizada. Los claustros en la Normal eran muy polémicos. De pronto había un rector que decía: «Todos estos que son comunistas a la calle», salieron unos pocos y luego volvieron a entrar. Una barbaridad. Había mucha gente de izquierdas y yo no estaba por ahí, pero respetaba y me respetaban.

Todo estaba cambiando, hasta el paisaje urbano. Como aquella avenida de Vallellano en que la familia se instaló, abierta en los cincuenta por el alcalde Antonio Cruz-Conde en la zona algo encanallada del Charco de la Pava, y aún a medio hacer dos décadas después. «Había muchos solares vacíos que eran de Conchita Burgos; los Burgos eran los dueños de la Huerta de San Basilio, todo esto se construyó en terreno de ellos –recuerda–. Por la calle Doctor Barraquer había un picadero, y en la acera de los números pares no había nada».

–Ha recorrido toda la provincia en busca de su arte. ¿Con qué se queda?

–Con el barroco de Priego, que va con mis gustos, y con el camarín del Sagrario de Lucena, que es una maravilla. Y con esa imaginería que muestra la belleza ideal de Dios, no al hombre doliente. Eso me encanta.

–¿Tanto como rebuscar en los mercadillos?

–¡Ah, eso para mí es una delicia! En realidad soy un bohemio, un espíritu libre. He hecho siempre lo que he querido.

Fuente: http://www.diariocordoba.com/ – Rosa Luque

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