POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
La celebración del Carnaval varía de año en año, pues tiene que preceder al llamado Miércoles de Ceniza, jornada que abre el ciclo cuaresmal de los 40 días que anteceden al Domingo de Ramos -que en este año 2019 será el 14 de abril-, fiesta movible, de acuerdo con la primera luna llena de la primavera que rige el día de la Pascua de Resurrección, el domingo siguiente.
Este año la primera luna llena de la primavera será el 19 de abril, viernes, por eso Pascua es el domingo siguiente, día 21.
De hecho, la Pascua puede caer entre el 22 de marzo y el 25 de abril…en una “horquilla” de más de un mes. Hablamos de la primavera boreal del hemisferio norte.
El domingo de Pascua es el siguiente a la primera luna llena ‘eclesiástica’ (un plenilunio ficticio definido por la Iglesia mediante unas tablas numéricas) que se da en o tras el 21 de marzo.
Esta regla lleva implícito que cuando el plenilunio eclesiástico cae en domingo, la Pascua se celebra el domingo siguiente, lo cual impide -intencionadamente- que la Pascua cristiana coincida con la judía.
Desde que los hebreos salieron de Egipto, guiados por Moisés, celebraron ese acontecimiento en la primera luna llena de cada primavera. Era su Pascua, el paso, la salida hacia la tierra prometida. También para los cristianos es la fiesta más importante del año ese mismo domingo, al haber coincidido la resurrección de Cristo con esa jornada festiva judía.
Bien es cierto que en algunas poblaciones las fiestas de carnaval se celebran desde hace años sin atenerse matemáticamente a estas fechas preestablecidas, dado que vemos su convocatoria hasta un mes después de los días que les corresponden; la razón es que los carnavales de las diversas localidades no coincidan en una misma jornada.
El origen de los carnavales o carnestolendas echa sus raíces en la Edad Media, muy rígida en cuestiones de ayunos, penitencias y cumplimientos religiosos. Puesto que se imponían 40 días de inflexible religiosidad y de prohibición absoluta de comer carne, el pueblo decidió apurar los días previos para fiestas y regocijos varios. Del latín medieval “carnelevale” que significaba “quitar la carne”, surgió el nombre dado a estos días. Es, sin duda, la fiesta pagana que más pueblos celebran a lo largo de todo el mundo. La intransigencia religiosa y política siempre se llevó mal con el carnaval e hizo cuanto estaba de su mano para prohibirlo, silenciarlo, amedrentarlo o aminorar su influencia. El aparente desorden social reinante en estas fechas siempre fue temido por las autoridades.
¿No es curioso que el martes de carnaval se “entierre” una sardina (en Arriondas un salmón, el domingo 5 de marzo), simbólicos en ambos casos, en vez de una gallina, por ejemplo? Porque lo prohibido era comer carne, no pescado. Venía ésta a ser una especie de pública protesta, cuya finalidad era subvertir el orden que debía regir a partir de esa fecha, puesto que durante los 40 días siguientes el pescado pasaba a ser el rey obligatorio en la mesa.
En tiempos pretéritos estaban prohibidos hasta los lácteos -un rigor extremo-, y el ayuno y abstinencia regían diariamente hasta que se ponía el sol, pues -a partir de ese momento-, se permitía una cena suave llamada “colación”. Pero ¿por qué se prohibían también los lácteos? Veamos qué le escribió San Gregorio a San Agustín de Cantorbery: “Nos abstenemos de carne y de todo aquello que viene de la carne, como la leche y los huevos”; de forma que los derivados como el queso y la mantequilla entraban también en la prohibición. A veces a cambio de un estipendio económico para una obra eclesial o de caridad se permitía tomar alguno de esos alimentos. Así, no es de extrañar que hasta algunas de las torres de las impresionantes catedrales francesas de Rouen y Bourges sean conocidas como “Torres de la Mantequilla”. Por otra parte -aquí en Asturias- las conocidas fiestas de Pascua de los “Huevos Pintos”, en Pola de Siero y Sama, tienen su origen en la acumulación de huevos durante la cuaresma.
Nuestros antepasados estuvieron obligados a guardar abstinencia todos los viernes del año, así como ayuno en la víspera de muchas otras festividades a lo largo del mismo, ¿o no sigue siendo costumbre comer besugo el día de Nochebuena? La víspera de Navidad no se podía comer carne. Algunos recordarán que la Iglesia distribuía entre sus fieles un documento al que llamaban “Bula de la Santa Cruzada”, una especie de indulto que liberaba a quien la adquiría de algunas de las 52 jornadas sólo de abstinencia y, otras 24 más, que también lo eran de ayuno, a lo largo del año; además, permitía comer huevos, leche y sus derivados; a cambio se pagaba un estipendio que iba entre una y diez pesetas. Por supuesto que había dispensas para niños, ancianos y enfermos. Este tema de las bulas daría para un muy largo comentario pues -incluso- hasta había bulas para difuntos, las cuales otorgaban indulgencias para personas fallecidas. Así fue hasta hace menos de 50 años. La sociedad va evolucionando y las mentes tridentinas e inquisitoriales han sido barridas casi hasta de la memoria colectiva. Incluso la Iglesia ha dejado sólo dos días de ayuno y abstinencia al año, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo.
Y -tras los festejos y celebraciones de Carnaval-, llega el llamado Miércoles de Ceniza; así se inicia la cuaresma que precede a la Semana Santa. Desde los primeros tiempos de la Iglesia era costumbre implorar el perdón de los pecados cubriendo la cabeza con cenizas y vistiendo un rudimentario ropaje hecho de saco o tela muy pobre. En esta jornada (próximo miércoles día 1 de marzo) los fieles -cada día menos- acuden al templo para que les sea impuesta en su frente una pequeña señal de la cruz, hecha con ceniza. La ceniza se habrá recogido tras quemar algunos ramos o palmas procedentes del Domingo de Ramos del año anterior.
Durante siglos (ahora ya no) en este rito de la imposición de la ceniza el celebrante pronunciaba las admonitorias palabras del Génesis: “Memento, homo, quia pulvis es, et in púlverem revertéris” (“Recuerda, hombre, que eres polvo y en polvo te has de volver”), signo y memoria de que todo humano tendrá un mismo final, sea pobre o rico, humilde o poderoso.