POR ANTONIO HORCAJO MATESANZ, CRONISTA OFICIAL DE RIAZA (SEGOVIA)
Entrar en el análisis de los escritos de Manuel González Herrero es como sumergirse en la ortodoxia de una verdad popular, mejor de un sentimiento común capaz de arrastrar a todo un Pueblo hacia «su verdad». Lo que sin duda constituye la fe en una herencia amasada y servida, como patrimonio vivencial común, durante siglos y que González Herrero nos trasmite adaptada a nuestras circunstancias actuales que, en modo alguno, son incompatibles y si, por el contrario, dotan a nuestra propia sociedad segoviana de una continuidad secular en una realidad histórica que nos toca recordar, defender y legar. Es la continuidad que fluye, aunque desgraciadamente se va debilitando por la incorporación -de otro lado necesaria paradójicamente- de gentes nuevas y ajenas a las que no les interesa por que lo contrario significaría renunciar a su propia herencia -lejana a nosotros- pero mantenida en su fuero interno al resistirse, cuando no a negarse, a la inserción en la personalidad de las sociedad que les acoge.
Las lecciones -históricas y/o conceptuales- que don Manuel nos comunica son nuestro reducto y el refugio de nuestra defensa frente a visiones distorsionadas, ajenas y, muchas veces solo temporales que se van infiltrando en nuestra vida de relación con gentes distintas, con intereses diferentes y, a veces, puramente temporeros. Para nosotros nuestro pasado (y cuanto en él se arropa) es sagrado; para otros muchos -a veces ajenos y comprensiblemente- es sólo una anécdota que se puede conocer, pero en modo alguno compartir. Ahí radica uno de los graves riesgos que debe afrontar nuestra esencia segoviana como Pueblo y que abonan las nuevas realidades sociológicas vitales.
Tal vez sea el momento -si es que nuestras instituciones propias cumplen el papel que han desempeñado durante siglos como guardianes de los que nos es propio- de volcarse en las verdades vitales que nos vienen por herencia y nos aferran al pasado irrenunciable, no como lastre a desechar sino como realidad a mantener. Como cuando la Tierra de Segovia y todos sus burgos se regían a sí mismos, con la participación de todos en la toma de decisiones, en el establecimiento de las normas de convivencia, en mantener viva la reclamación de las graves reivindicaciones materiales, territoriales, morales o históricas. Segovia durante siglos ha sido «ella» y se ha regido por un criterio común anclado y, cuando preciso fuera, discutido entre todos.
En este sentido González Herrero aspiraba a un cambio de rumbo en la apreciación de «lo nuestro», de forma tal que se recuperara «el espíritu» de las normas, ordenanzas y reglamentos rectores propios nacidos de la puesta en común y muy alejados de una «incorporación impuesta y nunca deseada» en un ente territorial nuevo y artificial que no sentimos. Estaba ganada la batalla pero al final vencieron los prebendistas y Segovia dejó de ser «ella» para ser otra cosa no reconocible entre nosotros, evidentemente legal después de despeñar los resultados positivos que los segovianos, una vez más, y a través de sus instituciones naturales se dieron, hasta que pasadas algunas generaciones vuelvan las aguas a su cauce natural, como él decía.
La gran verdad secular de que Segovia siempre ha mirado al sur se perdió en el magma de los intereses ajenos a esa herencia ancestral y en la mente de políticos de corto recorrido y ninguna generosidad. Sin embargo esa verdad seguirá existiendo aunque no sea practicable, mientras a Segovia se la obligó a ceder sus capacidades, unciéndola a un carro desconocido y no deseado, mientras tenía que volver la espalda a lo que durante siglos había creado y González Herrero, como paladín moderno, reivindicaba justamente.
La doctrina de don Manuel ha sido un concepto leal y sano, que él descubrió en el estudio, con apasionante alegría, de antiguos textos que llevaban largo tiempo hibernados, en reposada espera en anaqueles y archivos, pero que constituían el vasto trascender de nuestro acerbo local que había que poner al descubierto para luz de todos. Eran textos de leyes y ordenanzas que podrían en nuestros tiempos parecer absurdos y, sin embargo, presentaban los rasgos más nítidamente identitarios de nuestra tradición trasmitida. En sus alocuciones al pueblo, orales pues era un conferenciante avezado y ameno, o escritos de clara expresión como podrá comprobar el lector del libro que se presenta, nos ponía de relieve la senda cierta para nuestra gente hoy, recomendando su aceptación por el conocimiento y el estudio.
Era -y es para los que buscan la verdad de sus raíces- la confirmación de una grandeza de vida comunitaria sin privilegios donde «nadie es más que nadie», aunque esto hoy sea sin remedio por varias generaciones que no deben olvidar, más quimera que realidad. Por ello la lección de Manuel González Herrero está hoy muy viva y constituye nuestro reducto y nuestro refugio frente a un ordenamiento territorial que hemos de compartir, pero que no sentimos como propio. Y esto no debe ser motivo de escándalo para nadie, pues se ajusta al libre albedrío de personas y pueblos definidos por la democracia, como lo ha sido el nuestro durante largos siglos de autogobierno desde la raíz y que González Herrero trató de mantener tan vivo como nuestros antepasados lo vivieron, mientras no fueron uncidos.
Fuente: http://www.eladelantado.com/