POR MANUEL LÓPEZ FERNÁNDEZ, CRONISTA OFICIAL DE VILLANUEVA DEL ARZOBISPO (JAÉN)
José Moreno Cortés en sus recuerdos que titula “Luces y sombras en el internado” escribe:
Otoño de 1952
Con los comienzos del mes de octubre empezaba el primero de mis doce años de internado, ya que a los tres primeros vividos en Villanueva, siguieron otros nueve en la SAFA de Úbeda.
Intentar recordar de una forma ordenada y secuenciada en el tiempo y el espacio situaciones, vivencias, personas, es difícil. Después de más de cincuenta años, la memoria sólo puede ofrecerte a modo de flashes, ráfagas de momentos y perfiles borrosos de personas y nombres de aquella gran familia de la que formé parte durante mis tres últimos de mi niñez, desde los nueve a los doce años, sin poder ponerles una fecha concreta y un lugar determinado.
Mis padres me presentaron al Padre Pérez en el patio de columnas del colegio, del que recuerdo un piano en su ángulo superior derecho. El Director del colegio, a pesar de su corpulencia, inspiraba confianza y cierto aire paternal, a través de su rostro bonachón y sus ojillos brillantes, tras las gafas. No era fácil ingresar en el internado de los jesuitas. Era necesaria una buena recomendación como aval, además de demostrar cierta capacidad intelectual y la expresión manifiesta de que te gustaba y te ibas a dedicar al estudio en cuerpo y alma, a la vez que evitarías cualquier conducta conflictiva. En mi caso, la influencia procedía del Dr. Palanca, una persona de reconocido prestigio en el pueblo y mi preparación escolar se la debía a mi buen maestro D. Ricardo.
Acostumbrado a mi modesta vivienda, el colegio me parecía un palacio. El jardín quedaba dividido en dos partes por un cenador, por el que paseábamos con nuestros familiares cuando nos visitaban los domingos. Todas las estancias se me antojaban limpias y luminosas: el comedor, el dormitorio con todas las camas iguales y ordenadas en dos filas, el patio, la sala de estudio, que se convertía en salón de actos y de juegos para los días festivos y el mal tiempo nos impedía jugar al aire libre. Al subir o bajar en fila para ir al comedor o el dormitorio, me entretenía contando los escalones de las escaleras. Por el patio de columnas se accedía a la capilla, después de atravesar, desde el jardín, otro cenáculo con una fuente en el centro y perchas en las paredes, donde colgábamos los babis marcados con nuestro número personal (creo que el mío era el 47).
Con el tiempo cada rincón del colegio se fue colocando dentro de mí, haciéndome sentir que aquella era mi casa. De igual manera guardo agradables recuerdos de las personas que fueron ocupando el lugar de mis padres y familiares y, aunque sólo cite algún nombre, quiero agradecerles a todos desde aquí sus atenciones y cuidados, Fuensanta, María, Luis el jardinero, nos consolaron, curaron, animaron a comérnoslo todo, nos gastaban bromas y animaban en los momentos bajos. De los profesores y compañeros tendré ocasión de referirme un poco más adelante.
Invierno de 1953
Al margen de que la educación estaba determinada por los condicionantes sociales de la época y la institución religiosa que la impartía, nosotros hijos de familias modestas, éramos unos privilegiados al recibir una educación y una formación académica, en hábitos y en valores que difícilmente hubiéramos conseguido en el ámbito familiar.
La preparación académica era elevada. Respondí al estilo y métodos vigentes: memorización de contenidos en todas las asignaturas incluidas en el plan de estudios que dictaba la ley; un dominio absoluto de las materias básicas instrumentales, como eran la Lectura, la Escritura y Ortografía, el Cálculo, las Operaciones y los Problemas matemáticos. La Expresión Oral, la creatividad, el trabajo en equipo, la espontaneidad y la opinión en diálogos y debates y otros aspectos que pudieran reforzar el protagonismo del alumno, no tenían cabida en los programas. Las clases se impartían en absoluto silencio; el alumno era un mero receptor pasivo de un abundante caudal enciclopédico. Ahora bien, lo que se aprendió en aquellos años escolares, no se olvidó ya nunca más y nos sirvió de excelente base para estudios sucesivos.
Creo que los profesores y educadores, en líneas generales, eran buenos y actuaban con profesionalidad, haciendo su trabajo lo mejor que sabían, podían y se les permitía. Tengo la imagen de muchos de ellos y me vienen a la memoria los nombres de D. Carmelo, D. Rogelio y D. Arsenio, que me dio clase en mi último año del internado en Villanueva. Guardo de todos buenos recuerdos y les agradezco su empeño por prepararnos bien y seguir adelante en nuestros estudios, al esfuerzo y al sacrificio, a la continua superación, utilizando los recursos de calificaciones periódicas para informar a nuestras familias, las menciones, diplomas y medallas honoríficas, que si bien estimulaban a los que las conseguían, desalentaba bastante a los que no llegaban a ellas. La disciplina era dura, acorde con los tiempos, impensable aplicar en los tiempos actuales y los castigos frecuentes.
El consuelo en los momentos malos lo encontrabas con la almohada, imaginando a tu madre a algún hermano, o con algún compañero más allegado a ti. No podías quejarte a tu familia, porque la reprimenda estaba asegurada, con la consiguiente amenaza de un futuro muy negro, si llegaba la expulsión del colegio.
Inevitablemente las relaciones con la familia se iban enfriando y distanciando, a la vez que la convivencia con los compañeros y alguno de los profesores se apretaba, con el transcurso de los días. En las visitas que cada domingo nos hacían nuestros padres y familiares nos preocupaban dos cosas especialmente, las viandas caseras que nuestra madre nos preparaba y el informe que algún educador o el mismo director proporcionaba sobre nuestro rendimiento y conducta, deseando por todos los medios que no fuera negativo.
Visto desde ahora, imagino que no sería agradable para los padres sentir día a día la ausencia en casa del hijo, aunque les compensara la seguridad de que estaba en buenas manos labrándose un porvenir prometedor. No puedo olvidar además el sacrificio económico que suponía para ellos la preparación del vestuario y materiales exigidos y apropiados para cada curso escolar. Cada prenda de vestir debía ir marcada con el número asignado al niño. Y en los días de vacaciones, la madre te hacía disfrutar de las delicias matanceras y los dulces que ella misma había elaborado y guardado, y que en el colegio no formaban parte del menú.
Resultaba difícil reconocer por un niño todo este esfuerzo y este cariño de los padres, ocurriendo a veces, que el contraste entre la humildad y las limitaciones del ámbito familiar y la planificación, “solemnidad” y amplitud de medios de la vida colegial, inducía al niño a creerse superior, desacreditando o minusvalorando las ideas y sentimientos de las personas de su entorno familiar, aunque sin atreverse a manifestarlo.
A medida que maduras y tú también llegas a ser padre, entiendes lo poco agradecido de nuestro comportamiento y una espina ácida te acompaña ya para siempre. Pero para ellos con ver que, después de Villanueva, continuabas en la SAFA de Úbeda y conseguías finalmente tu título de maestro, en una u otra especialidad, se consideraban sobradamente felices, satisfechos y pagados.
Primavera-verano de 1954
Con el buen tiempo, el patio de recreo se convertía en el escenario que nos proporcionaba los mejores ratos. De todos los juegos que realizábamos, me apasionaba uno, el de “las banderas”. Requería destreza, agilidad y mucha velocidad corriendo. Jugaban dos equipos; sus jugadores se distinguían porque los de uno llevaban una banda de color amarillo en la cintura y los del otro, de color rojo. Los componentes de cada equipo cuidaban de que su bandera no fuera robada, a la vez que intentaban arrebatar la bandera del otro equipo. Los banderines estaban colocados en un agujero que se había hecho en un trozo de tronco ancho de árbol.
A mí empezó a interesarme ya el puesto de la portería en el fútbol y balonmano. Muchos de los alumnos mayores, entre sus admiradores pequeños (Primaria), tenían alguno más preferido al que encandilaba y con el que pasaba largos ratos charlando al caer la tarde, mientras que en el patio esperábamos la hora de la cena. Algo parecido ocurría entre algunos profesores y educadores. Tenían también algunos alumnos favoritos a los que dispensaban un trato especial, invitándolos incluso a su cuarto personal, algo poco usual. Este hecho ha sido una característica bastante frecuente en los internados, como quiso dejar reflejado Almodóvar en su última película.
Otro recuerdo agradable de los días primaverales es el de las excursiones que nos organizaban para visitar parajes rurales cercanos, ricos en vegetación, paisaje y amplios, donde respirábamos aires de libertad. Y una mención especial requiere el viaje que nos llevó también en camiones, hasta el Puerto de Santa María. Allí estuvimos varios días en una residencia de los jesuitas junto a la plaza de toros. Fue la primera vez que la mayoría de niños veíamos el mar. Algunos días las olas se levantaban por encima de los tres metros. Era impresionante. Allí aprendí de una forma espontánea y natural, sin miedo, a pelear con el agua y a mantenerme a flote. Nos llevaron a visitar poblaciones cercanas, importantes bodegas de vino, algún barco de guerra y muchas cosas más. Todo un mundo maravilloso para nosotros. De este viaje conservo una foto en la que posamos en la playa Miguel Cano, Antonio Lozano y yo con unos bañadores que vistos ahora provocan una sonora carcajada.
Esto han sido sólo unas pinceladas sobre unos años que con sus luces y sombras conformaron nuestra personalidad y marcaron nuestro estilo de vida, no sólo a nosotros, sino también a los que de la mano nos han acompañado y han compartido algo de nuestra vida, tanto en el ámbito afectivo, como en el profesional.