POR BIZÉN D´O RÍO MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE HOYA DE HUESCA
A pesar de que en la oliva se producen unas mutaciones de colores a partir del color “verde”, no son rigurosamente los mismos en todas las “variedades”; pero se observan en general “cuatro” mutaciones de color. Al “verde” sigue el “cetrino”, después el “rojo” que tira hacia púrpura, luego el “rojo vinoso” y por último el “rojo-negro”. Este último término habla ya de la verdadera época de la madurez, y por consiguiente de la recolección. En esta época las olivas están llenas de jugo que cede fácilmente al dedo que las presiona un poco. Si se espera mas tiempo, el color “rojo-negro” toma un matiz más resplandeciente y mas negro, el pellejo se arruga, y por poco que se apriete se “estripa” la oliva. Es desde entonces cuando se puede asegurar que el aceite no será perfecto, que será “craso”, y que tenderá a conservarse poco tiempo, de aquí que no se logrará un aceite perfecto si se pasa el verdadero término de la cosecha.
Para su cosecha de forma general se ha procedido por medio del “vareado” de los olivares para derribar su oliva y hacer la recolección como si de almendras, nueces o bellotas se tratara, quedando como resultado la corteza de los árboles y su madera magullada, además de rota la piel de la oliva que se enmohece, se enrancia, se pudre con mayor facilidad. Si la oliva así cogida se muele al día siguiente puede decirse que no se decrecerá ni en cantidad, ni en calidad de su aceite, pero la experiencia enseña lo contrario, que ha sido costumbre extendida hacer acopio de las olivas cogidas, juntándola en montones mientras dura la recolección, con el riesgo de que se recalienten y fermenten, llegando en algunos casos a enranciarse y pudrirse mucho más pronto al estar macerada por el “vareado”, pues ha recibido el apaleo de la “vara” más el golpe de la caída al suelo, lastimándose tanto su piel u “hollejo” como su “pulpa” porque no debe olvidarse que por algunos lugares esta faena la denominan “apatear” el olivo. Por otra parte, la gran perdida de hojas y pequeñas ramitas que se destrozan, sin tener en cuenta que, cada hoja, protege, abriga, conserva y nutre un botoncito que después será rama que posiblemente dará fruto, y muy especialmente debe tenerse en cuenta que tarda esta hoja en criarse cerca de dos años, como venían a decir los viejos olivareros: “las hojas son como las nodrizas de los botones”, asegurando que si se destruían las hojas vareando y con ellas las ramitas que debían de llevar el fruto, se estaban perdiendo futuras cosechas, pues al fin y al cabo la hoja cuando fuera inútil se solía secar y caer. Como resultado de esta recolección, la herida o llaga que se produce en los árboles y aún cuando la desecación cierra la cicatriz, la herida no se cierra jamás, por ello, no ha sido de extrañar el ver a fines de invierno como se secan las puntas de las ramas, incluso algunas algo grandes, produciéndose precisamente este secado por donde las ha herido la vara, magullando su corteza, y no como se cree equivocadamente por los rigores del invierno, pero mas sensibles que al frío, las ramas y ramillas resultan a las manos que las “varean” sin piedad para recoger su fruto.
Existe otra forma tan antigua de recolección, como económica y buena, cual es el coger las olivas “a mano” , que los antiguos denominaban “a ordeño” y en Aragón “Esmuir” que consiste en coger la oliva con la mano como la demás fruta, pero en este caso ordeñando las ramillas hacia arriba, a fin de no lastimar la base del pedúnculo de las hojas, como si se recogieran las guindas o las cerezas, y si el olivo era alto se servían de una escalera de tijera que se mudaba por todo alrededor, para coger el fruto que estuviera en las puntas de las ramas, dejándola caer sobre las sábanas o paños que se habían tendido debajo. Cierto era que cuando el olivo se encontraba en un cerro o en un despeñadero no podía recogerse con éste método, haciéndose necesario entones el vareo, pero durante mucho tiempo la estampa de las gentes caminando hacia los olivares para la recolección, estuvo completada con largas escaleras de madera llevadas entre dos personas y las otras gentes cargadas de cestos y “mandiles” de grandes dimensiones para tender en el suelo.
Fue costumbre muy usual la recogida previa del suelo, de la oliva que ya estaba caída, labor realizada por las mujeres para ser llevada y puesta a parte, después eran extendidas los “mandiles” y comenzaba la recolección propiamente, siendo estas mujeres las que “esmuían” las ramas bajas recogiéndolas en su propio mandil de cintura que luego vaciaban, mientras los hombres recolectaban subidos a las escaleras, luego todos, buscaban y recogían las dispersas en la caída, aunque siempre resultaban menos que las dispersas por el “vareo” que las hacía saltar muy lejos.
En las olivas la diferencia de madurez es manifiesta, sin embargo todas se recolectan en una misma época, por esto, sucedía que unas empezaban a madurar y mudar de color cuando ya estaban demasiado maduras las otras; esto de alguna forma se trató de subsanar con las plantaciones que existen hoy de una sola variedad, tratando de evitar precisamente esos extremos, porque en primer lugar, el aceite salía de menor cantidad y de un gusto áspero, amargo y cargado de “mucilago” inútil; y en segundo lugar el aceite era demasiado craso, perdía por lo tanto el gusto del fruto, y por último tenía una excesiva tendencia a ponerse fuerte y “rancio”, no pudiendo conservarse, auque las olivas hubieran sido cogidas mano. Así mismo, podía ocurrir que si durante el intervalo de las diferentes maduraciones se levantaban aires recios, se producía la caída de un número importante de olivas maduras y sin madurar, según la fuerza del viento, quedando sucesivamente expuestas en el suelo a la humedad y los rocíos, a la desecación cuando el sol apareciera y al efecto del calor; siendo estas alternancias perpetuas las que deteriorando el fruto, producían que el “mucilago” se enmoheciera y se pudriera bajo la cáscara; es cierto que la cantidad de aceite no disminuye, pero se altera hasta el punto, que cuando se exprime y pone en la prensa, sin que hubiera estado el fruto amontonado, ni se emplee agua caliente para extraer el aceite, éste saca un olor fétido, unido a un color detestable, teniendo como única solución el cultivador olivarero, amontonarlas aparte no mezclarlas de ningún modo con las deben molerse que fueran recogidas de los árboles.