ESTAMPAS NAVETAS. EL TREN DE LAS 18:25. (O LA VIDA EN TREINTA MINUTOS)
May 09 2018

POR LEOCADIO REDONDO ESPINA, CRONISTA OFICIAL DE NAVA (ASTURIAS).

La estación de Nava (Asturias), con nieve.

Llueve, hace frío, está oscureciendo en Vetusta. Llego a la estación. Falta poco para las seis. Mi tren sale a las 18:25. Hay tiempo bastante. Sigo la rutina, y me acerco al servicio de caballeros. Aguas menores. Vaya, hombre, lo están limpiando.

Una luz mortecina domina el ambiente. Sale del recinto la señora que se ocupaba de la labor. Viste uniforme; es decir, chaqueta y pantalón amplios, de un desvaído color azul celeste, llevados con ninguna gracia.

Cuando pasa ante mí, sin verme, me fijo en su rostro, maquillado y marchito, e intuyo que aquella piel (que ahora veo apagada y mate, y que, sin duda, alguna vez tuvo el brillo y la lozanía de la juventud), deja traslucir una fatiga y un cansancio infinitos. Y entra en el habitáculo reservado a las señoras.

Yo, (figura gris, con paraguas), espero un tiempo prudencial. Cuando la mujer sale un momento del recinto de señoras, le hago un gesto con la mano, como preguntando si ya se puede entrar.

Ella esboza entonces una sonrisa amable, casi imperceptible, pero amable (es en ese instante cuando aprecio que lleva los labios un poquitín pintados) y entiendo que sí, que ya puedo. Entonces, caballero en mi papel, inclino la cabeza, no mucho, y le sonrío, también sin exageración, para agradecer la deferencia.

Subo a la primera planta. En la pantalla el convoy de las 18:25 todavía no tiene asignada vía de salida. Paso pues a la sala de espera. Cuando entro, se encuentran allí una chica y un chico. Sentados juntos. Jóvenes. Novios. O amigos.

Probablemente. Porque no se hablan. Cada uno está enfrascado en su tableta, o móvil, o lo que sea. Pasan unos minutos. Luego ella hace un gesto extraño con la cara, que no puedo descifrar. La verdad es que no me parece bonita la niña, pero, desde luego, la mueca no le favorece en absoluto. (Y pienso: hay gestos que nos afean tanto que, si pudiéramos vernos en un espejo cuando los hacemos, no dudo de que los desterraríamos para siempre de nuestro “repertorio”).

Ella se levanta. Viste un pantalón muy ajustado, pero lo coge por la cintura y tira de él hacia arriba, como queriendo ajustarlo un poco más. A mí (a la vista de las “circunstancias”) esto me parece absolutamente imposible, pero ¿quién soy yo, viejo cretino, para determinar lo que es, y lo que no es, posible?. Él se levanta también. Y salen.

Ella camina con seguridad. Sus pasos son firmes. Él calza deportivas, Va detrás y, al caminar, arrastra levemente los pies.

Me quedo solo, hasta que entra otra pareja. Son también jóvenes, y se sientan. Él debe ser simpático, porque todo lo que dice lo hace con la cara sonriente, y no para de hablar. Ella no tiene ojos más que para él. Al poco él se pone de pie y le coge a ella ambas manos.

Quiere que también se levante, pero ella se resiste, coqueta, y sigue sentada. Finalmente, gana la insistencia masculina. O lo parece tan solo, porque ella se muestra encantada tras haberse dejado convencer. Cuando salen (ella es guapa y morena y un poco más alta que él, que es rubio) advierto que en el banco metálico, que es corrido, pintado de gris y con agujeritos, queda un paraguas negro, plegable.

Bueno, pienso que quizá vuelvan a recogerlo más tarde. Porque, vamos a ver, estimado lector, lo que está claro es que yo no puedo estar al tanto de todo. Caramba.

(Bancos: por cierto, es tremenda la mala índole del material con el que están hechos, pues tiene la propiedad de transmitir con tanta eficacia el frío que éste, después de traspasar la chaqueta y la camisa, me llega con nitidez hasta el mismísimo espinazo).

Miro la pantalla Ya aparece andén asignado. Llega la unidad, que estaciona y deja las puertas abiertas. Entro. Cierro la puerta, subo el paraguas a la rejilla y me acomodo. Fuera, en el oscuro andén, hay nulo o escaso movimiento, mientras, en el interior del convoy, una cinta grabada repite cada poco: “Les informamos que este tren tiene como destino: Nava”.

La primera parte de la información tiene voz masculina, pero es una mujer la que pronuncia el nombre de mi pueblo. Estoy solo, al principio. Luego, van subiendo viajeros. No muchos, la verdad. Y llega la hora de salida.

Cuando el maquinista cierra las puertas, e iniciamos la marcha, veo que dos chicas jóvenes, que bajaban corriendo por la escalera, se paran en seco, y se quedan mirando al convoy, con esa muestra de estupor y frustración que queda instalada en la cara de la gente cuando ha perdido el tren. Y sí, este lo han perdido. Evidentemente. Pero doy en pensar que son jóvenes, y que, para su suerte, aún les quedan muchos trenes por coger.

Fuente: La Nueva España de hoy, 9 de mayo de 2018. Página 11-

 

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