POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Es un fin sin final esto de definir España. Anclados en cuatro memeces reiteradas hasta la náusea, nos conformamos con seguir en la trinchera que sea con tal de demostrar la sinrazón que nos domina, mientras tratamos de convertir las antónimas en burla y escarnio de imbecilidad suma. Puede que la conclusión sea que no hay definición posible, ni argumento capaz de establecer la identidad por todos perseguida. Puede que, por otro lado, sea mejor así, pasando de presuntos creadores del estado moderno a fallida identidad y construcción estatal paupérrima con tan solo un mírame-esa-bandera. Puede que, en definitiva, no seamos capaces de construir nada por no estar en nuestra verdadera esencia eso de la unidad y demás zarandajas que solo conducen a la discriminación. Encelados en asumir toda calaña de identidades, ya me dirán cómo azogarnos contra la nacional, la más compleja e indeseable de todas. Decía Santos Juliá en su última comparecencia por este Real Sitio que la constitución del 78 ya andaba finiquitada, conduciéndose sin demora hacia un proceso constituyente más que necesario. Deconstruido el estado en autonomías como aquella tortilla de patatas esnob e innecesaria, la idea de España se aleja hacia un horizonte de lamentable radicalización integracionista, donde un ejército de banderas incomprensibles impide ver la condenada puesta de sol.
Es probable que, como en tantos otros acasos patrios, la respuesta se deba encontrar en la sencillez de lo cotidiano y natural. Siguiendo mi argumento lógico favorito que estipulara Guillermo de Ockham hace casi seiscientos años, nada más que recorrer despacio la realidad de este país para comprender un poco de qué estamos hablando. Así lo he intentado hacer durante la mayor parte de mi vida, casi siempre acompañado por el Sr. Bellette. Aún recuerdo esos largos paseos de jornada y media por las llanuras empinadas que acompañan las costas gallegas de verde y azulado horizonte. Siguiendo aquellos senderos pedregosos de lasca áspera y helecho rebelde, uno podía sentir la sal suspendida en cada una de las gotas de sudor que recorrían el penar en pos de la plaza del Obradoiro. Entre ribeiros pajizos de seca suavidad y Godellos afinados entre el sol de Valdeorras y las penumbras de Monterrey, mi Compadre y un servidor cruzábamos pueblo tras aldea para llegar a la ciudad que fuere. Siempre dentro del mismo concejo, las poblaciones se apretaban y estiraban según fuera el pasado que las pergeñó. Confundido al principio, pronto entendí que cada término municipal constaba de una capitalidad administrativa que daba nombre al territorio y una plétora multitudinaria de poblaciones menores o mayores adscritas a su belleza singular, tradiciones inveteradas y lengua de trapo peculiar.
Ese galleguismo territorial tan sorprendente, donde cada vecino lo era de su casa y del concejo, me hizo rememorar inmediatamente aquellos Concejos de Villa y Tierra nacidos al calor de la repoblación leonesa, castellana y aragonesa de principios del siglo XII. Segovia, exponente palmario de aquel practicar, conformó un término dividido en once sexmos repletos cada uno de ellos de poblaciones aforadas legalmente, dueñas de sus tierras, gentes, prados y bosques; aguas estantes y manantes y, por supuesto, tierras de pan levar. En aquel pasado imperfecto, todos eran segovianos y también era vecinos de su lugar. Se era de Segovia y Ciempozuelos; Cuéllar, Fresno de Cantespino y de Belmonte de Tajo o Illescas. Supongo que la naturalidad era otorgada por el término y la naturaleza se recibía del lugar donde uno vivía. Los monarcas, avispados explotadores pasivos de lo que fuera siempre que se reconociera su señorío, aceptaron durante siglos esta componenda de múltiples territorios e identidades mientras no empezó a afectar a la esencia del peculio que sustentaba su poder. Mas, por mucho que se esforzaran en rectificar esta realidad identitaria con reformas constantemente fracasadas, la idea de ser singulares dentro de un todo quedó grabada en la mente de todo español que se preciara de serlo. Los Habsburgo así lo entendieron y, con tal de mantener en paz el nicho esencial de sus recursos humanos, conformaron una realidad pluriestatal con territorios identificados y leyes restrictivas de la totalidad. Que eso de unificar territorios jurídicamente no iba con esta gente peninsular. Pregunten, si no me creen, a Gaspar de Guzmán y Pimentel cómo le fue con su Memorial Secreto de 1624. Los Borbón, siguiendo la tradición del listillo de barra de bar que todo lo soluciona en un periquete, quisieron unificar de raíz la diversidad española para acabar generando el sindiós identitario y nacional en el que nos movemos. Primero con la idea de patria en el XVIII y más tarde con la de nación española, el estado borbónico agitó un avispero del que no podemos escapar ni queriendo.
Es por ello por lo que, a la hora de constituir este Real Sitio, quizás probando, quizás por pura potra, la administración borbónica inspirada en sus amados enemigos napoleónicos constituyó un municipio que recogía diversas poblaciones para no perder ninguna identidad. La Granja de San Ildefonso, sede del palacio real utilizable, recibió la casa consistorial el 25 de mayo de 1810, aunque no se privó al resto de poblaciones de su identidad. El Real Sitio, por tanto, quedó formado por la citada población más Valsaín, La Pradera de Navalhorno y Riofrío, todo ello confirmado por el decreto de términos municipales de finales de siglo. Y, pasados más de dos siglos, los vecinos siguen viviendo en el Real Sitio de San Ildefonso siendo de La Granja o Valsaín, la Pradera de Navalhorno o Riofrío. Cada lugar conserva sus tradiciones costumbristas y forma parte del todo en una pacífica desidia institucional que deja las identidades para el filósofo comprometido y la vida real para las personas humanas.
Dado que me escaman los conceptos aglutinadores de la realidad, no quisiera pensar que en el fondo de nuestro espíritu subyace cierto federalismo impenitente. Ahora bien, cuanto más acerco la lupa en perspectiva al mapa que la historia ha escrito en este país, más color toma, pudiendo resultar que la mayor de nuestras diatribas se halle no ya en la magistratura principal del estado, sino en esta peculiar necesidad de identificar el todo partiendo de cada una de las partes. Quién sabe si en el federalismo que padecemos en silencio, esté esa solución que nuestra historia conjunta no deja de gritar en sordo e ignorado alarido atemporal.