POR JOSÉ MANUEL JEREZ LINDE, CRONISTA OFICIAL DE GUADAJIRA (BADAJOZ)
Cuando las faenas del campo ocupaban prácticamente la actividad diaria, en los recién creados pueblos de colonización, era usual el tránsito de carros por nuestras calles. Cerca del mediodía, e incluso al atardecer, se oía la voz del parcelero arreando la mula hasta el pesado portón de madera pintado de azul añil. El olor de la alfalfa recién segada parece impregnar el aire de las tardes de verano y el traqueteo de los varales rompe el silencio de las costureras, que miran desde el interior del sombrío comedor.
Los corrales contaban con espaciosas dependencias destinadas a albergar el ganado, caso de las cuadras con pesebres, y una segunda nave anexa con chimenea y doblado en el piso superior. Este doblado hacía las veces de granero y almacén para las pacas de paja durante la época de lluvias, en otras daba cabida a los embutidos y orzas de manteca, o los huesos conservados en sal de la última matanza. El sustento diario de gallinas, cerdos, vaca o mula hacía necesario ese continuo ir y venir del carro ocupado en el suministro de maíz, paja, grano y todo tipo de herbáceas capaces de alimentar a la variopinta comunidad animal.
Los dos espacios abiertos conocidos como “Eras” se localizan en los aledaños de la localidad. La primera situada junto a la calle Ronda Oeste, acabaría por convertirse en campo de fútbol. La segunda, frente a la calle Bellavista, actuaría durante años como improvisado campo de tiro al plato, en el desarrollo de las fiestas patronales. Estos dos espacios darían cabida a un buen número de aperos agrícolas y excepcionalmente remolques que, en determinados casos, suponían un problema a la falta de espacio en algunos corrales.
Cosechado el cereal era transportado hasta alguna de las eras para ser aventado con la ayuda de cribas y las características palas cuadradas de madera. El grano ya limpio caía sobre una lona extendida y recogido posteriormente en sacos para su almacenamiento, venta o al consumo animal. La paja resultante era igualmente aprovechada en las cuadras o empacada y apilada en la misma era (ver foto). Las niaras de paja fueron también punto de encuentro para muchos niños que, ajenos a los posibles peligros e incluso reprimendas, escalaban y coronaban la última hilada de aquella torre de pacas. Recuerdo que en alguna ocasión, la niara estaba formada por plantas de habas puestas a secar. El contacto con las vainas secas acababa casi siempre con alguna raspadura y el consabido picor del contacto con esta herbácea.
Las niaras fueron quizá el escenario más simple y también más próximo donde representar parte de nuestra imaginación, alimentada por navíos piratas, la esquina de la taberna en un western o las gestas medievales, que salían del televisor en la sobremesa de los sábados. Aquel “zigurat” imaginario sobre el que trepábamos, sin ni siquiera pensar en la paciente labor de su constructor, que podía ser incluso nuestro propio vecino. Aquellas fortalezas de paja menguadas por efecto del agua, el viento o el voraz apetito de las vacas que acabaron por devorar nuestro fantástico atrezo.