POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Cuentan las crónicas que en la víspera de la batalla de las Termópilas obligaban a los jóvenes atenienses y espartanos a presenciar peleas de gallos. Era una forma de transmitirles hasta qué extremo debían llegar para vencer solo por el placer de hacerlo. Pero no es necesario adentrarse tanto en la historia, ni siquiera tan lejos, para encontrar ejemplos de estos combates hoy prohibidos y hasta no hace tiempo jaleados.
En la ciudad de Murcia, allá por 1934, por citar una fecha, los recintos dedicados a estas peleas eran habituales. Como muy secundadas eran las galleras, que así se conocían, para muchos murcianos. Eso lo prueban algunas fotografías inéditas de aquel año que, además, reflejan al detalle todos los procedimientos que componían la supuesta fiesta.
Cuentan algunos autores que este mal considerado deporte fue introducido en España por galleros filipinos. Y prendió en algunos lugares como Valencia y Murcia, donde pronto adquirieron fama los criadores de ejemplares destinados a la pelea. Existía una curiosa cultura en torno a estos campeonatos. El reñidero recordaba a una diminuta plaza de toros, circundada por una barandilla conocida en el argot de la afición como la cazuela. Antes del combate se repartían alrededor los galleros y sus padrinos o entrenadores, el pesador encargado de determinar el peso de cada ave, el controlador de apuestas y la presidencia, rodeados de aficionados y curiosos.
El presidente atesoraba dos relojes de arena. Uno de ellos marcaba un minuto. El segundo, dos. Además, era el responsable del escantillón, un medidor de los espolones del gallo, así como un cortaplumas, una lima, toallas y limones para desinfectar las heridas. También era costumbre que los más cercanos al diminuto ruedo se protegieran con guardapolvos para evitar las salpicaduras de sangre, plumón y piojillo.
Muy cerca de allí se distribuían las jaulas con los ejemplares de competición. Custodiados de forma individual, cada una era de madera con los cantos limados, lo que evitaba que los animales pudieran dañarse. Además, se las rellenaba de tierra para facilitar que escarbaran en una especie de último entrenamiento.
Cada pelea estaba regulada, aunque las normas podían variar de una gallera a otra. Pero poco. Quedaban fijadas las bases para el ajuste de las riñas, las características de los contendientes y, por regla general y como resulta obvio, vetaban la entrada de perros al recinto.
Pesar antes de luchar
La lista de condiciones era exhaustiva. Así, podían batirse aves del mismo peso entre sí, pero también aquellas que estuvieran tuertas si pesaban más que su contrincante. Otra categoría eran las llamadas jacas, gallos que debutaban por vez primera en la arena.
El inicio del combate lo marcaba el presidente tras nombrar a los gallos y a sus padrinos o defensores. Entonces se pesaban los animales y se medían sus puyas. Si alguna de ellas superaba las dimensiones reglamentarias el padrino podía limarla en el acto.
El frenesí se desataba cuando los gallos entraban a la cazuela. Sobre todo después de que se hincharan amenazantes, desplegando sus colas en abanico y advirtiendo, con un leve cacareo, que estaban dispuestos al combate.
Durante el enfrentamiento se sucedían las apuestas. En algunos instantes, el revuelo provocaba no pocos malentendidos entre los aficionados y el inevitable griterío. Aunque dar voces también estuviera prohibido en el reglamento.
El espectáculo, según los entendidos, mejoraba cuando se enfrentaban gallos veteranos, ya curtidos en el combate tanto para esquivar los puyazos del adversario como para infligir los propios.
Sobre la arena
La lucha concluía cuando moría uno de los gallos o las heridas recibidas le impedían continuar la pelea. De igual forma, si el ave caía sobre la arena y no se levantaba en dos minutos quedaba eliminada. Y lo mismo sucedía si se postraba un minuto o realizaba dos postraciones seguidas. Otra forma de perder era intentar huir, lo que se denominaba en el argot ‘cantar la gallina’.
Pero no todo era tan fácil. A veces se producían tablas cuando pasaba media hora del inicio del combate para debutantes y cuarenta en las de veteranos. Lo mismo ocurría si los pollos dejaban de pelear durante dos minutos sin que ninguno se postrara. E incluso cuando sus padrinos lo solicitaran de común acuerdo a la presidencia.
Tampoco era infrecuente que el presidente dudara en su veredicto. En esos casos podía contar con dos asesores, elegidos entre reputados aficionados, para dirimir las controversias. Concluida la lucha, los padrinos curaban a sus gallos las heridas que habían recibido o retiraban sus cuerpos moribundos de la cazuela.
El circo de San Agustín
La respuesta popular a estos combates era espléndida. Basta comprobarlo en las páginas de los diarios murcianos de todas las épocas. En algunos casos, las riñas se convertían en noticia de portada, como sucedió en 1903 en el diario ‘El Liberal’. Poco importaba que la pelea se convocará en el «diminuto circo gallístico de la plaza de San Agustín».
Hasta diez enfrentamientos se registraron aquella tarde. Sumado el tiempo empleado en todos, los aficionados disfrutaron de unas dos horas de entretenimiento. La información detallaba nombre y peso de los pollos, así como las apuestas que cada uno provocaba. Incluso precedía la crónica a una novillada celebrada el mismo día.
Esta es solo una pequeña pincelada de una costumbre que entretuvo a generaciones de murcianos y que, con el tiempo, devendría en delito, perdería fuelle social aunque no su cuota de seguidores. Como lo evidencian las muchas redadas policiales que aún en la actualidad se producen en esta tierra.
Fuente: https://www.laverdad.es/