POR ALBERTO GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE BADAJOZ
Morir siempre es duro. Antes había fórmulas que trataban de paliar el trance, pero hoy la desaparición de alguien parece haberse reducido, como en el soneto cervantino a «fuese y no hubo nada». En nuestros días, aparte de su significación espiritual en el orden sobrenatural, en lo inmediato, morirse ya no es lo que era. Sobre todo en lo referente al trato del difunto. Hasta no hace mucho, salvo accidente o circunstancia extraordinaria, la defunción solía ser casera, a domicilio, con el yacente rodeado de los suyos, en un ambiente humano. Y el sepelio cosa familiar, de fuerte carga afectiva, tratado con la sensibilidad que el hecho requiere.
Hoy, salvo el dolor familiar todo es diferente, y el protocolo de un fallecimiento algo frío, como de trámite burocrático. Empezando por el propio ‘éxitus’, que ocurre, tras la mejor atención médica, desde luego, fuera de casa, en cama ajena, lejos de los seres queridos.
Frente al tradicional en la propia casa, de cuerpo presente, el velatorio se realiza en la frialdad de un tanatorio y pocas veces en su parroquia. Y el traslado al cementerio en un coche funerario perdido entre el tráfago circulatorio.
Hasta mediado el siglo XX en Badajoz las cosas eran muy distintas, y un entierro, todo un acontecimiento. Tras la muerte y el velatorio en casa, cargado de calor humano, el sepelio se celebraba en la capilla del Hospital San Sebastián, única de la ciudad destinada a tal función, de donde, en gran cortejo con los sacerdotes y cruz a la cabeza, se marchaba a pie al cementerio de la carretera de Olivenza. Las campanas doblaban y la gente se arrodillaba y santiguaba a su paso.
Había entierros de primera, segunda y tercera, y según el rango era el número de sacerdotes, carroza fúnebre, número de caballos, penachos, galas, librea de los conductores y demás detalles diferenciales. En los más señalados iban también largas filas de ancianos del asilo con velas en las manos. El obispo, autoridades, personalidades, plañideras, niños y otra parafernalia completaba los más relevantes. En escena que este cronista tiene grabada, las pequeñas carrozas y ataúdes de los niños eran blancos. El entierro se comunicaba en la pizarra del ayuntamiento, anuncio en el periódico HOY y recordatorios repartidos entre los conocidos, a veces incluyendo la fotografía del difunto. Para sufragar su entierro todo el mundo tenía un seguro, popularmente conocido como «de los muertos», que se abonaba diariamente a una peseta.
Hace un siglo existían en Badajoz tres afamadas funerarias: Garrote, en la calle Francisco Pizarro; Tirado, en Santo Domingo; y Montaño, luego Correa, en la calle Larga, en cuyo corralón se custodiaban las carrozas.
Juan A. de Zunzunegui, en su divertida novela ‘El barco de la muerte’ (1945) dice que desde fines del siglo XIX los mejores ataúdes de España se fabricaban en Badajoz con pino portugués.
Fuente: https://www.hoy.es/