FRANCISCO EL HERMANO DE FEDERICO GARCÍA LORCA, FUE DIPLOMÁTICO DE LA SEGUNDA REPÚBLICA, SEGÚN CUENTA EN SU ÚLTIMO LIBRO, MIGUEL CABALLERO, CRONISTA OFICIAL DE LÁCHAR (GRANANDA)
No es Federico, sino su hermano menor, Francisco, miembro de la primera y única promoción de diplomáticos de la República
Un libro recoge sus diarios de viaje por Europa, y por Barcelona, en 1933. Ya entonces fue testigo del ‘problema’ catalán: «Me fastidia que todo esto, que debiera ser historia de España, se quiera hacer exclusivamente historia de Cataluña»
Confesiones inéditas de Lorca: «Sólo hombres he conocido; y sabes que el marica me da risa»
Diez de mayo de 1933. Minutos antes de las ocho de la mañana, 27 jóvenes se reúnen en el número 23 de la calle Conde de Aranda en Madrid frente a un autobús de Viajes Marsans.
Los mozos cargan el equipaje y los jóvenes, alegres, ocupan sus sitios. Uno de ellos es un personaje cuyo apellido llegará a ser venerado en todo el mundo. Se llama Francisco, en casa le llaman Paquito y es el hermano, cuatro años menor, de Federico García Lorca.
También escribe, aunque lo que quiere Francisco es convertirse en diplomático. Ha estudiado Derecho y a sus 30 años, tras dos intentos fallidos, ha conseguido el décimo puesto de la oposición para entrar en la primera -y la última- promoción republicana de la carrera diplomática.
Por eso Francisco García Lorca (Fuente Vaqueros, Granada, 1902) está sentado en ese autobús. Con sus compañeros, y como integrante del grupo de actos culturales y del de «naranja y frutas», llevará a cabo su ejercicio de fin de carrera recorriendo 2.600 kilómetros de la España de la II República.
Su diario de aquel periplo pionero aparece ahora recogido en el libro Francisco García Lorca y el viaje por España y Europa, firmado por Miguel Caballero, estudioso de la biografía del poeta. En el diario de 67 páginas, escrito primero a mano y después a máquina, figura ya una de las grandes preocupaciones de Francisco en aquellos años previos a la guerra: Cataluña.
La ruta andaluza
«Yo siento el paisaje castellano como ninguno en España», escribió Francisco el primer día. Los excursionistas llegaron aquella misma noche a Córdoba -ciudad de «la serenidad, el hastío y, si me apuran, el desdén»-, no sin antes almorzar por 197 pesetas en el refugio del Manzanares -hoy Parador Nacional, donde pidieron el vino «como se pide en España», «los auténticos vinos de la tierra»- y visitar las Bodegas Bilbaínas de Valdepeñas, en Ciudad Real, bajo un sol asfixiante. Por las calles los observaban decenas de cabezas asomadas a las ventanas de las casas.
Atraían la curiosidad.
Aquellos jóvenes con sombrero y libreta de notas eran «viajeros distinguidos», como los calificó alguno de los periódicos de provincias que se hicieron eco de su paso.
Desde Córdoba, y tras apagar con «un cubo de agua y puñados» de tierra un incendio en la canalla del vehículo, llegaron a Sevilla (donde visitaron una refinería), a Granada (la Alhambra), a Murcia (una fábrica de envases de hojalata y varios talleres de pimentón)…
De Valencia, adonde llegaron fatigados, les impresionó su «asombrosa riqueza». Caminaron por mataderos de cerdos, conocieron una fábrica de embutidos, pasearon en lancha por el puerto. Debían conocer económica y culturalmente su país. La marca España. El siguiente destino, Barcelona.
El «fracaso» catalán
El 21 de mayo la comitiva llegó a la capital catalana. Francisco escribe que «la Barcelona moderna más bullidora y más sincera hay que buscarla en las Ramblas, llenas de animación, con carteles y rótulos de gusto moderno sobre viejas casas que aún tienen color de provincia mediterránea». Con un compañero «medio catalán» visita el Poblenou («fatiga tanta falsificación») y se sobrecoge con la Barcelona monumental («lo mejor, a nuestro gusto, del gótico catalán es el patio y la escalera de la Generalidad»).
Aquí llega uno de los pocos comentarios políticos que deja anotado en su diario.
«Comienza a lloviznar. (…) La lluvia nos echa al centro de la ciudad, donde merendamos. Yo no sé si es la lluvia, si es la fatiga, pero estoy de mal humor. No tengo tiempo de relatar mis impresiones, pero Cordomí, que es medio catalán, me dice: «Te fastidia haber visto cosas estupendas en Barcelona».
Yo le aclaro diciendo: «Me fastidia que todo esto, que debiera ser simplemente historia de España, se quiera hacer exclusivamente historia de Cataluña. Todo lo que hemos visto hoy, desde las gárgolas que tanto nos gustaron, al lliure de los taxis, va envuelto en un fracaso; no un fracaso de hoy, un fracaso histórico». Y Cordomí asiente».
La ruta continuó por Zaragoza, donde tuvieron que sacar el esmoquin que «arrastraban» desde Madrid para asistir a una cena de gala «brillantísima» con autoridades de la ciudad, coronada por un chiquillo que cantó hermosas jotas «con voz de hombre». Al día siguiente llegó la visita al Pilar: «Un español no puede dejar de sentirse impresionado por Zaragoza», «ciudad heroica» y «punto de referencia esencial cuando hay que tratar de valores hispánicos», opinó Francisco. «No puede el español reprimir el movimiento de simpatía a que lo lleva esta consideración».
De Zaragoza regresaron a Madrid. En total, fueron 2.600 kilómetros y una factura de 16.000 pesetas. Viajes Marsans cobró dos pesetas por kilómetro. Y el chófer se ganó 25 de propina.
En tierra nazi
De vuelta a casa, aún les quedaba por delante una segunda etapa del viaje. Más de 4.900 kilómetros en ferrocarril, entre julio y septiembre de aquel 1933, por Suiza, Polonia, Checoslovaquia… y Alemania. Aquel verano, el inmediatamente posterior al triunfo electoral de Adolf Hitler, los diplomáticos españoles asistieron, entre otros actos, a un encuentro con jóvenes nazis en Berlín. ¿Y qué vio el hermano pequeño de Lorca?
«Aquí tuvimos la impresión del nacionalsocialismo bajo la forma de unos hombres uniformados que irrumpían diariamente en el comedor a la hora del almuerzo provistos de una alcancía que nos colocaban a unos centímetros de la nariz, después de hacernos el saludo del partido simultaneado por un enérgico taconazo. En provincias el uniforme nazi se nota más, se ve más diluido que en el enorme cuerpo de Berlín».
Ellos, que llegaron con la «idea hecha desde España» de que el nacionalsocialismo era «una cosa fugaz, epidérmica y molesta», tuvieron que cambiar de opinión. «Nuestra visita a Berlín nos hizo ver que el movimiento está perfectamente enraizado y que apenas nada ni nadie queda al margen del nacionalsocialismo en su deseo, hasta ahora casi logrado, de infiltrarse y teñir todas las capas de la organización del Estado».
El exilio y la muerte
Después de aquel viaje, Francisco recalará en el consulado español en Túnez (desde allí escribe a su familia: «Decidme cuando escribáis si adelantan mucho los ensayos de Yerma y si el poeta Federico acabó El lenguaje de las flores, que tan buen camino llevaba cuando salí yo de Madrid»). Aunque sería como cónsul en El Cairo donde, tras pedirle por carta a su hermano mayor que le prestara 2.000 pesetas para comprarse un coche, recibió en agosto de 1936 la fatídica noticia de su fusilamiento y del de su cuñado.
Durante la Guerra Civil Francisco se mantuvo leal a la República como segundo secretario de la embajada española en Bruselas. Y con el triunfo de Franco huyó al exilio, a Nueva York.
Allí, en Estados Unidos, donde se convertiría en profesor universitario y crítico literario, sabrá que el régimen de Franco lo ha expulsado de la carrera diplomática por haber estado «a las órdenes del Gobierno rojo».
Francisco García Lorca murió por un infarto en 1976, ocho años después de regresar a la España que había recorrido 43 años antes, cuando su hermano aún vivía.
«Francisco García Lorca y el viaje por España y Europa», de Miguel Caballero (ed. Carpe Noctem), ya a la venta.