POR FELICIANO CORREA, CRONISTA OFICIAL DE JEREZ DE LOS CABALLEROS (BADAJOZ)
Cuando abro la agenda vieja para traspasar nombres a la nueva, algunos ya no cruzan la frontera; ello me refuerza la idea de la fragilidad y brevedad del ser humano. Al aparecer 2015 y ver los registros de mis compañeros de brega, me honro en haber pertenecido a una generación que ha sido testigo de un tránsito singular. Nos alumbramos a la vida en una posguerra que todavía llevaba en sus alforjas maneras arcaicas de la cultura campesina. Hemos visto el ‘cuaternario’ en chozos de retama, habitáculos pensados para dormir y parir, y todavía recordamos cómo se apiñaban en las plazas públicas y ‘evangélicas’, braceros esperando que los contrataran. Aun duermen en los doblados de algunas casas los aperos jubilados, trastes que han pasado a enrolar la lista de palabras moribundas.
Esta generación mía es fedataria en ver caminar hacia un limbo periclitado usos sociales que reflejan no solo un cambio de signo, sino también la aniquilación de valores que fueron referencia sustancial.
Y en el epílogo de tan trepidante cambio, España protagonizó la Transición política, banco de pruebas de honestidades. Este artículo es pequeño para albergar nombres y actuaciones que constituyen en su conjunto un paradigma del bien hacer; tanto en el trajín de la administración pública, como en iniciativas privadas.
Todavía recuerdo con cuánto empeño Enrique Sánchez de León, trotacaminos incansable, se afanaba al final del franquismo para animar a la gran aventura de la política como palanca de transformación social. Luego, con un grupo de ejemplares hombres y mujeres que, con escasos medios, entregaron los mejores años. Dos excelentes gestores en las diputaciones de la región, Luciano Pérez de Acevedo y Jaime Velázquez, dejaron rastro de su inteligente hacer.
Vi a personas con un hondo sentido ético, como Juan J. Sierra Romero, ajeno a cualquier prebenda. Tuve contacto con alcaldes de mente abierta para dejarse aconsejar, logrando para sus pueblos estampas de sitios emblemáticos. Ahí estaba Ramón Rocha, en Olivenza; Antonio Vélez, en Mérida; Cipriano Tinoco, en Los Santos de Maimona; José Vázquez, en Llerena, o Manuel Calzado, en Jerez de los Caballeros, entre una relación larga que dejo a la memoria del lector. No puedo dejar fuera a selectos funcionarios públicos por su competencia y preparación, como Ángel Estévez, Roberto Carballo, Javier Blanco Palenciano. Y otros, que sin tener responsabilidades en el vértice de la organización, fueron gente de brega y lealtades, reflejos del poema del Mío Cid. Valgan los nombres de Emilio Díaz-Pinés, Joaquín Timón, Piti Alcón o Fco. Glez. Zurrón, pertenecientes a esa escudería agraciada que hizo del saber hacer el lubricante para resolver los problemas. En la acción cultural, tan decisiva para conocer de dónde venimos, resuenan en mi experiencia los nombres de Manuel Terrón Albarrán o el Marqués de la Encomienda, el mayor impulsor de saberes en Tierra de Barros, que convierte a Cultural Santa Ana en un abrevadero para estudiantes y escritores. En esa sembradura andaba fray Sebastián García, en Guadalupe, meca para acoger a investigadores, sin olvidarme de los afanosos y valiosos cronistas oficiales ni de la labor cultural de Caja Badajoz. Con la prudencia del sabio actuó José Álvarez Sáenz de Buruaga, al que traté estrechamente; logrando que el discípulo sea como el maestro: José María Álvarez Martínez. Y no lejos de estos sino al lado, está la excelencia con que los Hermanos Álvarez, desde su sobresaliente laboreo como impresores, dejaron cuidadoso rastro para exhumar las antigüedades de ‘liber’ y ‘biblos’, en pulcras ediciones facsimilares de los orígenes, recordándonos cuando la corteza de la madera era el soporte, transmutado luego en pan de ideas y vehículo encuadernado. Muchos han militado generosamente en estas filas de la razón activa, como Abelardo Muñoz y de Pedro Cordero, pastores de la genealogía y la heráldica, dotando de escudos y banderas a tantas localidades; a veces bajo la sabiduría erudita de José Miguel de Mayorazgo y Lodo. A ellos hemos de sumar mujeres de lúcida capacidad en sus distintos ámbitos universitarios, o de gestión cultural: Cristina Esteras, Isabel Mª. Pérez, Lucía Castellano, Odile Delenda, Mª del Mar L. Bartolozzi, Helga de Alvear.
Estarían en la nómina de incansables que propiciaron una esperanza laboral, Alfonso Gallardo, Ricardo Leal o Valentín Pinilla. Y si se trata de individuos que han sido certeros para aupar la imagen de Extremadura, tan necesitada siempre de banderas y eslogan, pongo en un podium privilegiado a Antonio Martínez de Azcona, que como muñidor de eventos hará de Zafra la ‘Capital de la cortesía’, con un estilo que hubiera satisfecho en plenitud tanto la honestidad de Pedro Crespo como la exhortación del gran maestro de las formas que fue Eugenio D´Ors al glosar la importancia de la obra bien hecha. En esa línea de habilidades para agrandar el orgullo propio, no quiero marginar a Teresiano Rodríguez, que logró desde la cabecera de HOY, en tiempos en que la personalidad de los directores pesaba más que el membrete de la empresa, estimular la conciencia regional al hacer sitio a la opinión desde todas las esquinas. Mientras, Miguel del Barco nos regalaba el himno de Extremadura, Antonio Bueno Flores promocionaba las grandezas de Cáceres, Jesús Usón creaba el Centro de Cirugía de Mínima Invasión y la Editorial Beturia, con A. García Galán, y José Iglesias honraban a su tierra.
Mucho sumó al prestigio extremeño Antonio Montero, nuestro último arzobispo ilustrado; por su vinculación a la Conferencia Episcopal y talante abierto fue entonces el nombre más conocido de la región.
Se me ha acabado el espacio, no los nombres, discúlpenme muchos que me gustaría aquí enrolarlos, otra vez será. Quede constancia de que hemos sido agraciados en la convivencia con ciudadanos de gran talla moral e intelectual, gente consciente de que la contribución al servicio público podía muy bien ser el lema de su escudo.
Fuente: http://www.hoy.es/