GIGANTES Y CABEZUDOS (I)
Ago 27 2014

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE LA GRANJA

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Aunque había decidido este año dedicarme a las fiestas patronales en honor del Rey francés en cuerpo y alma y disfrutar de lo que pudiera con mis hijos, abandonando la pluma en el escritorio durante unos pocos días, me veo, una vez más, frente a mi pequeño ordenador desgranando estas líneas para quitarme ese picor que desde ayer me atormenta.

Como todas las mañanas de fiestas de San Luis, a primerita hora, despertado por la euforia de mi hijo pequeño, salí ayer domingo a recorrer las calles del Real Sitio acompañando a la comparsa de gigantes, cabezudos y dulzaineros, viendo a toda la chiquillería correr despavorida, perseguida por algún que otro monstruo de cabeza desproporcionada y zambomba castigadora. Apoyado en un pretil, entre los gigantones bailarines, me vino a la memoria mi propia infancia, cuando terroríficos cabezudos y enormes gigantes nos aterrorizaban placenteramente las mañanas de San Luis.

Y pensando en aquellos cabezudos, no pude evitar la sonrisa. No había muchos, pero eran absolutamente significativos. Y con dos nombres, al estilo del Real Sitio: el real y el que le otorgaba la gente. De magnífico porte y barba rojiza, el más grande de todos, era Federico Barbarroja. Grande y doloroso tras dos carreras. Su media sonrisa permitía al mozo que lo llevaba, muchas veces mi hermano Agapito, ver chicos y chicas a los que calentar la mañana. Seguro que aquel emperador de la familia Hohestaufen no habría aceptado que le llamáramos “cabeza buque”, por aquel tricornio tan lucido. Pero, ¡Qué se le va a hacer! Así somos en el Real Sitio con los emperadores, que no con los reyes, oiga.

Más serio era aquel mariscal francés de casaca roja y rostro permanentemente enfadado. Dado que en el Real Sitio al único general francés a quien reconocíamos era De Gaulle, así lo bautizamos, sin pararnos a pensar que habría sido una gran ofensa para su verdadero trasunto, el mariscal Petain, castigado por los dioses de la guerra a deambular a través de las calles del Paraíso penando por su derrota ante los nazis. Cuando te lo ponías notabas ese runrún de derrota y mal café que te hacía repartir estopa entre los muchachos del lugar. Que se lo pregunten si no al concejal Juan Antonio Serrano, quien acostumbraba a sacarlo.

Un poco más sorprendente resultaba ver al General Joan Prim, sonriente y narizotas, enlatado en la cabeza de un servidor, bailando jotas con el gran Silverio acompañado de Agustina de Aragón (La Dolores), envuelta en falda negra y corpiño rojo y Fu Man-Chú (El Chino), el lobo de Caperucita antes de disfrazarse (Lobo Verde) y después de comerse a la abuelita (vestido con su horrible camisón rosa de cuello alechuguinado), mientras un pirata, un diablo, Popeye y un pollito vestido con frac recorrían las plazas aterrorizando a todo ser humano que midiese menos de ciento setenta centímetros, sin importar la edad, que no se veía mucho por aquellos orificios sofocantes. Quizá por eso cobraba el pobre Geñete día sí y día también.

Junto a ellos, solían bailar enormes gigantones de cuerpo de mimbre y ropas preciosas y brillantes, altos como una torre e imponentes como la sierra. Lo hacían por parejas, algunas reservadas para según qué días. A diario nos acompañaban un par de cubanos, negro y negra llamados por el pueblo. Ella, con la luna en sus manos; él, con un enorme sol brillante con el que seguro había encendido el puro habano que fumaba. Los domingos de fiestas salían el Rey y la Reina quienes, por sus atuendos, seguramente fueran los Reyes Católicos. Quizás, por ello, por su tormentosa relación con Segovia, nadie les puso nombre. Para los días de San Luis, no todos, salían dos gigantes preciosos, segoviano él, de capa parda y sombrero de ala ancha, y segoviana ella, sacada de una estampa de Zuloaga.

Desgraciadamente todos ellos, más el fantástico hortelano, a quien llamábamos el paleto y que seguramente representaba algún personaje de cuento tradicional, o el ogro horrible, llamado por todos el “Camuñas”, desaparecieron destruidos por el uso, el paso del tiempo y una mala gestión del patrimonio cultural del Real Sitio.

Y mientras pensaba en aquellos cabezudos y gigantones, perdidos en el recuerdo y añorados, quizás, como añora uno los días de fiestas de la infancia y el correr como loco hasta perder la respiración, comencé a pensar en lo que implica la pérdida del patrimonio: la desaparición de las vivencias a ello asociado, lo que nos ata al lugar que amamos y vivimos. Lo que nos hace ser de aquí o allí. Qué sería de Cuéllar sin su cuesta de la Parra repleta de toros y corredores o de Pedraza sin velas. Del Espinar y Valsaín sin gabarreros o de Fuentepelayo sin carrozas.

 

Fuente: <a href=http://www.eladelantado.com/opinionAmplia/8118/colaboración> http://www.eladelantado.com/</a>)

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