A ESTE MADRILEÑO LE LLEVÓ AL NUEVO MUNDO LA FUERZA IRRESISTIBLE Y CONFUSA DE LA CURIOSIDAD, EL IMPULSO DEL CONOCIMIENTO Y, FINALMENTE, EL RETO DE RECOGER Y CONTAR TODO CUANTO VIO
Sacra, católica, cesárea real Majestad: La cosa que más conserva y sostiene las obras de natura en la memoria de los mortales, son las historias y libros en que se hayan escritas». Con estas palabras redactadas al filo del nervio mismo de nuestra lengua, da comienzo a su «Historia General y Natural de las Indias» el primer cronista oficial de América, el primero en contarnos cómo eran las tierras que descubrió Colón y recorrieron los conquistadores, el más paciente testigo europeo del asombro que deparó a los españoles el Nuevo Mundo… El humanista, aventurero y funcionario real Gonzalo Fernández de Oviedo.
La Historia con mayúsculas entró muy temprano en la vida de Fernández de Oviedo, casi como un vendaval. Primero como paje al servicio del duque de Villahermosa, hijo del bastardo don Alfonso de Aragón y sobrino del Rey Fernando y, después, como mozo de cámara del Príncipe Juan, tuvo ocasión de estar presente en los grandes acontecimientos que cambiarían para siempre el rumbo de España. Testigo privilegiado de aquella época asombrosa en que españoles y portugueses ensancharon las fronteras del mundo hasta límites inimaginables, vio con sus propios ojos la entrada triunfal de los Reyes Católicos en Granada y también la triste y trágica expulsión de los judíos. Y sin tiempo apenas para reponerse de las cosas vistas y oídas en los jardines y palacios de la Alhambra, presenció en Barcelona la audiencia en que Cristóbal Colón comunicó a Isabel y Fernando la noticia de su sorprendente hallazgo.
Todo lo vio Fernández de Oviedo en aquella España que salía de la Edad Media para entrar en la Moderna. La muerte se llevó al Príncipe Juan en plena y dichosa juventud, justo cuando en él estaban puestas las esperanzas de la Monarquía, la sucesión de los Reyes. Y este giro inesperado impulsó al joven cortesano a mudarse a Italia, la gran cuna del Renacimiento. ¡Qué imágenes inolvidables no inundaron entonces su alma para siempre! Porque antes de deslumbrarse con las Indias, vivió en Milán, en la corte refinada de Ludovico Sforza, donde coincidió con Leonardo da Vinci; conoció a Lucrecia Borgia y fue testigo de las intrigas que carcomían la Roma de Alejandro VI; respiró los aires cosmopolitas de Nápoles; y asistió a las campañas victoriosas del Gran Capitán, a quien sirvió como secretario.
Sin duda, con tal experiencia a sus espaldas, pudo haberse quedado a este lado del gran océano y destacado con luz propia entre los hombres de letras que más tarde terminaron ocupando puestos de importancia en la corte itinerante de Carlos V. Pero los cantos de sirena de América cautivaron su espíritu con lazos más fuertes que la vida misma. El Nuevo Mundo era la región de lo maravilloso y de lo inesperado, un alcohol de aventuras y peligros más punzantes que todos los insípidos cargos del Viejo Continente. Y hacia aquel territorio de sueños y quimeras partió en 1514, a bordo de uno de los veintidós barcos de la armada de Pedrarias Dávila, con el extraño título de escribano de minas y de crímenes.
Se ha dicho que los españoles sólo perseguían las riquezas materiales del Nuevo Mundo. El espejismo del oro tras la conquista de los imperios azteca e inca, el quimérico País de la Canela, las ensoñaciones de los territorios de El Dorado… Todo eso, es cierto, impregnó el alma de un sinfín de aventureros que demostraron excepcionales dotes de arrojo. Y no fueron pocos los que, buscando esas riquezas fantásticas, terminaron convertidos en fantasmas. Sin embargo, para entender y explicar la epopeya americana en toda su complejidad y grandeza no pueden ignorarse otros factores: valores de civilización y cultura como la curiosidad, el nervio evangelizador, el afán de conocimiento…
A Hernán Cortés, por ejemplo, no es el oro lo que más le importa sino la gloria: el valor renacentista de la fama. A Fernández de Oviedo, que participó personalmente en los violentos enfrentamientos de los conquistadores y presenció la ejecución de Balboa, que cruzó el océano diez veces yendo y viniendo, y que entre 1514 y 1557 fue regidor de Santa María la Antigua del Darién, gobernador de Cartagena de Indias y alcaide de la fortaleza de Santo Domingo, le empujaron en su periplo por el Nuevo Mundo la fuerza al mismo tiempo irresistible y confusa de la curiosidad, el impulso del conocimiento. Y finalmente, el reto de recoger y contar en la lengua tallada por Nebrija todo lo que la naturaleza y el hombre ofrecían a sus ojos. Siguiendo el ejemplo enciclopédico de Plinio, él mismo lo confiesa cuando en el prólogo resume cristalinamente de qué partes va a constar su obra monumental: «Y primero trataré del camino y navegación, y tras aquesto diré de la manera de gente que en aquellas partes habitan; y tras esto, de los animales terrestres y de las aves y de los ríos y fuentes y mares y pescados, y de las plantas, yerbas y cosas que produce la tierra…»
Hoy casi nadie recuerda o sabe quién es Gonzalo Fernández de Oviedo. Pero hubo un tiempo en que no había español en América ni europeo interesado en las cosas del Nuevo Mundo que desconociera su sombra ilustre, un tiempo en que parecía una criatura mitológica con centenares de ojos y oídos. Todo lo sabía primero, y siempre mejor que nadie. Y lo más importante, su espíritu curioso y su extraordinaria capacidad de observación le ayudaron a mirar las Indias como nadie las había mirado antes, a ver el esplendor de la naturaleza americana en toda su belleza, y a recoger en su libro cada árbol, cada planta, cada expedición, cada nuevo descubrimiento.
Hay que imaginarlo en la fortaleza que mandó construir Ovando junto al río Ozama, en Santo Domingo, rodeado de libros y documentos, ávido de noticias y bien informado, manteniendo correspondencia con gobernadores, veedores y otros funcionarios reales repartidos por el Nuevo Mundo, preguntando y escuchando a capitanes y conquistadores a su paso por la isla, y anotando toda esa información para componer su «Historia General y Natural de las Indias». Como López de Gómara, está convencido de que el descubrimiento, la conquista y colonización de América es una hazaña que supera con creces a todas las realizadas por los antiguos. Como Tucídides o Polibio nunca se cansa de señalar que no hay ninguna cosa que pueda suplir la verdad de lo visto y lo vivido: «Esto que he dicho -escribe- no se puede aprender en Salamanca ni en Bolonia ni en París».
Dice John Elliot que el problema de comunicar la particularidad de las tierras descubiertas por Colón a aquellos que no las habían visto condujo a los cronistas de Indias, en no pocas ocasiones, a la desesperación. América era un mundo nuevo y un mundo diferente. Y había demasiada diversidad, mucho que contar y describir. Fernández de Oviedo no fue ajeno a ese problema. «Porque es más para verle pintado de mano de Berruguete u otro excelente pintor como él, o aquel Leonardo da Vinci, o Andrea Mantegna, famosos pintores que yo conocí en Italia», escribe de un árbol, dejándonos entrever el cansancio y ese desasosiego del que habla Elliot.
Pero Oviedo creía en la importancia y la verdad de lo que hacía, tenía la precisión de un naturalista y de un etnólogo –sus escritos dejarían admirados a Mutis o a Humboldt– y llevaba un fuego inextinguible en la mente. Siguió, pues, narrando obstinadamente las historias y cosas de América. Y por fortuna para nosotros, el destino le permitió terminar un libro de una exuberancia visual asombrosa, un libro que atesora el nacimiento de América en la lengua española y por el que aún discurre el Nuevo Mundo como ante un espejo que lo reprodujera profundamente: un monumento perdurable cuyo eco resonaría después en las Silvas de Andrés Bello o en el Canto General de Pablo Neruda.
Cronología
1478. Nace en Madrid, de padres originarios de Asturias.
1497. Tras la muerte de Juan de Aragón, se traslada a Italia. Viaja primero a Milán, después a Mantua y más tarde a Roma y a Nápoles
1514. Viaja por primera vez al Nuevo Mundo, en la expedición de Pedrarias Dávila, para quien trabajó como escribano
1515. Se origina su enemistad con el padre Las Casas. que le acusó de ser «partícipe de las crueles tiranías que se han hecho»
1519. Termina «El libro del muy esforzado caballero de fortuna propiamente llamado don Claribete»
1526. Sale a la luz el «Sumario de la natural historia de Indias como un adelanto de la Historia general y natural de Indias»
1532. Es nombrado, por orden de Carlos V, alcaide de la fortaleza de Santo Domingo y cronista oficial de Indias
1535. Se imprime en Sevilla la primera parte de la «Historia General y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano»
1557. Muere en Santo Domingo y es enterrado en Santa María de la Encarnación, la primera catedral americana
1557. Se publica póstumamente una segunda parte de la Historia General. El resto de esta obra no verá la luz hasta el siglo XIX
Fuente: https://www.abc.es/ – Fernandio García de Cortázar