No contamos con apoyo de fechas centenariales, ni aniversarios sonados ni liminares, pero la memoria de don Pío Baroja en la Alcarria, más concretamente en Tendilla, y en toda la provincia, es algo que siempre bulle y de muchos es sabida.
Por justificar el momento, podría recordarse que ahora se cumple el centenario de la aparición de su novela “El amor, el dandysmo y la intriga”, que suponía el comedio de sus 22 novelas históricas integrantes de la obra “Memorias de un hombre de acción”, el equivalente a los “Episodios Nacionales” de Pérez Galdós. Gustaba mucho, en el cambio de siglo, aquella visión de la historia de la España del XIX, con altibajos, pronunciamientos, fusilamientos y traiciones, que tan certeramente retrataron algunos escritores, y muy especialmente el canario, don Benito P. Galdós.
La visión de Baroja es parecida, más breve (solamente 22 novelas, frente a las 46 del escritor canario) y más escueta, con un único protagonista subiendo y bajando trochas durante todo el trayecto, su antepasado Aviraneta, liberal y masón, que protagonizó muchas escaramuzas de aquella película trepidante.
Atienza, Sigüenza y Molina de Aragón
Es en “La nave de los locos”, una de las novelas con más fuerza y amenidad de todas las de la serie, donde aparecen abundantes y descarnadas referencias a los pueblos de la provincia de Guadalajara. A sus gentes, sin nombrarlas, y a sus caminos. A sus fondas y paradores también. A su clima… En definitiva, esa novela de Baroja es un espectacular retrato de una España caduca, atravesada por viajeros que solo miran a su interés. El protagonista del paseo, que rememora las hazañas del militar carlista Cabrera, “el tigre del Maestrazgo”, es un joven avispado, Álvaro Sánchez de Mendoza (ya en el apellido deja caer Baroja su querencia vasco-alcarreña) al que llaman “Alvarito”, y que en su caminar por el frío corazón de Hispania atravesará campos yermos y ciudades decrépitas, entre las que destacan Atienza, Sigüenza y Molina de Aragón.
En Riaza se encuentra con un atencino, Matías Raposo, que se lo lleva a su patria chica y le alberga en la Posada del Cordón, pasando algunas tertulias en el Casino. No es buena la impresión que Alvarito se lleva de esta villa encastillada y seca. Dice primero que “comenzaron a ver al mediodía la silueta grave de aquella ciudad, asentada sobre un cerro, bajo una aguda peña coronada por el castillo. El día estaba frío, y el sol pálido iluminaba los tejados grises del pueblo”. Sube con amigos al castillo, y el procurador de la villa les explica la antigüedad de muros, puertas y torreones. No es que sea modélica la estampa que Baroja recoge de Atienza, pero es lo que hay. Es el reflejo de su impresión –general, para todos los pueblos de Castilla– y viene a decir que “tenía ya idea de la pobreza del país, pero esto no le chocaba tanto como la sequedad espiritual y la agresividad de la gente; el poco afecto que mostraban los unos a los otros y la malevolencia con que se atacaban”.
En Sigüenza, a donde llega después de dar una vuelta por Almazán y Medinaceli, queda impresionado por la catedral, que le parece “enorme y majestuosa”, recorriéndola con detalle y mencionando, aunque muy de pasada, la estatua del Doncel. Se encuentra que en una capilla un sacerdote está dando una homilía a una porción de aldeanos, mezclando abstrusos conceptos teológicos con frases en latín de los Padres de la Iglesia. Y Alvarito se pregunta “¿Se estará riendo de ellos?”
Pepe Esteban, el seguntino que firma este libro sobre “Guadalajara y Baroja”, nos dice sin mayor pena y con mucho de resignación, que la catedral atrae al personaje barojiano como un imán, y a ella vuelve. “Ahora cantaban vísperas. Alvarito no las había oído nunca. Era algo terrible y solemne, con ese aire de majestad y de venganza de los cultos romanos y semíticos. En aquella enorme iglesia, helada, aquellos cantos le dejaron sobrecogido. Salió al claustro, y después a una gran terraza con una verja, con puertas de hierro monumentales”. A mí, en todo caso, me dan escalofríos el momento, el lugar, los personajes…
En Sigüenza se aloja en una posada de la Travesaña Baja, que entonces, a mediados del siglo XIX, estaba muy animada. La impresión de ciudad añeja y vigorosa se le queda clavada al protagonista: “Sigüenza, a lo lejos, con su caserío extenso, las dos torres grandes, almenadas, como de castillo, de la catedral, y su fortaleza en lo alto, le produjo a Alvarito gran efecto”. Sin duda es esa la opinión que Baroja albergó siempre en su memoria. Y describe con enorme vigor la Feria de Sigüenza, que contempla su personaje, diciendo cómo “iban los hombres con calzón corto, pañuelo en la cabeza o zorongo, y otros con grandes capas pardas, sombrero de pico, abarcas y un cayado blanco de espino en las manos”. Y de las mujeres nos dice que “traían varios refajos de campana hechos con bayetas rojas, amarillas y algunas se echaban una por encima de la cabeza”. Esa estampa, que la podría haber retratado Laurent con su cámara o Pérez-Villamil con sus acuarelas, se completa con esta otra frase: “En las puertas de las posadas se agrupaban burros blanquecinos, con aire de viejos sabios, cubiertos con sus albardas. Subían hacia el pueblo arrieros, con sus recuas de seis o siete mulas de aire cansado. Entre la multitud correteaban muy vivos y animados, los estudiantes de cura, con su hábito y su tricornio”. De Sigüenza, por tanto, Baroja nos deja estampas coloristas y movidas, con su estilo preciso y casi periodístico.
Sigue su camino, después, hacia Molina de Aragón, donde topa con el cura Juan Juvenal, un admirador entusiasta de las hazañas guerreras (y de la crueldad sin límites) de Cabrera. La primera impresión de la Ciudad del Gallo es también solemne, como ante todas las estancias castellanas se queda boquiabierto: “Molina es un pueblo de cierto empaque aristocrático, con casas hermosas, calles bastante anchas y una gran fortaleza, que volaron los franceses en la guerra de la Independencia, dejando de ella solamente varios torreones, altos y dramáticos”. Se aloja en una fonda de la plaza mayor, con las paredes cubiertas de papel pintado. En ella conoció a un abogadillo “joven y melenudo, a quien no le interesaba nada de cuanto pasaba a su alrededor, y que vivía soñando en Madrid y, sobre todo, en París”. Pero también conoce al cura Juvenal, del que dice que debe padecer del estómago, porque come poco y con postre de bicarbonato. Le retrata magistralmente, con esa fuerza que Baroja pone en sus personajes, aunque sean, como este, de fugaz aparición: “Era el clérigo un hombrecillo moreno, feo, de ojos negros muy brillantes, como el azabache; las cejas cardosas, salientes; la tez pajiza, de hombre enfermo; el labio belfo y los dientes amarillentos y ennegrecidos; una fisonomía atormentada, pero de gran expresión”. Y al fin añade que, hablando con unos y con otros, llegó a la conclusión de que los molineses tenían un deplorable concepto sobre Cabrera, sobre todo por su crueldad, aunque todos la comprendían, como venganza por lo que hicieron con su madre.
Tendilla
A los Baroja les cupo en herencia un olivar y algunas tierras en Tendilla. Aunque don Pío, que lo sabía, no apareció nunca por allí, sí lo hicieron sus sobrinos, y más concretamente don Julio Caro, el académico y antropólogo. En Los Baroja, leemos: “En 1947, mi madre (escribe Julio Caro, y se refiere a doña Carmen, hermana de Pío y Ricardo), compró una casa y unas tierritas en la Alcarria; en un pueblo bastante pintoresco, aunque triste, que se llama Tendilla. El objeto de aquella compra era invertir cierta pequeña cantidad de dinero que había en casa, unos 20.000 duros, y ver si podíamos eludir las miserias del “estraperlo” madrileño que aún se hacía sentir”. La usaron para proporcionar a la familia aceite y legumbres, teniendo la casa en la misma carretera (o calle mayor) en un lugar que llamaban “el parador del tío Ruperto”. Don Pío no quiso nunca llegarse a Tendilla, porque se había acomodado a Madrid, a su entorno y tertulias, y le daban miedo los viajes, que a medidos del siglo XX todavía eran azarosos, porque indefectiblemente se producía siempre un pinchazo.
Vejez y muerte de Baroja
Pepe Esteban, que es ya historia viva de la literatura española del siglo XX, conoció personalmente a Baroja, y tuvo con él charlas y paseos. Estuvo en su casa, y aún acudió (triste día lluvioso y frío de finales de octubre de 1956) a su entierro, recordando cómo entre varios admiradores sacaron el féretro del piso de Ruiz de Alarcón, donde vivió muchos años, y a hombros le llevaron hasta el cementerio. Poniendo el hombro estaba ese día Camilo José Cela, Miguel Pérez Ferrero, Eduardo Vicente, Pepe Esteban… pocos días antes, ya muriéndose el académico, le visitó Ernest Hemingway, y le regaló un jersey de lana, y unos calcetines.Esa España, en la que llovía más, hacía más frío, y se comía solo una vez al día, es la que alberga la memoria de Pío Baroja, el escritor potente y sabio, inacabable en sorpresas, y viajero por Guadalajara, esta tierra que tenía (y sigue teniendo) más de pretéritos literarios que de digitales futuros.