POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Nada hay más funesto que la guerra. Nada más humano y, a la vez, más deshumanizador. Pervierte la virtud y trastoca en estrategia el pensamiento, travistiendo la divina razón en atroz voluntad de victoria. En la guerra no existe el individuo, sino un objetivo que arrancar al enemigo; no hay grandeza más allá de la desmemoria del horror padecido e infringido. Al calor sangriento del conflicto se llama a la nación, se implica a la estirpe, se defiende la familia. Encharcados en la sangre del deleite repugnante del conflicto bélico, se trata de vislumbrar el mito, el héroe, el individuo triunfante donde sólo hay deseo de olvido, de renacimiento. Mil naciones han combatido al son de mil batallas y un billón de seres han perecido sometidos a una burda patraña. Mas, por mucho que se trate de mostrar el terrible leviatán que subyace bajo tanto amor a la patria, al territorio, al modo de vida, a las alianzas y factores determinantes de esta o aquella política, la guerra siempre está aquí, buscando el momento de enfangar cualquiera que sea la convivencia. Y, transmutada en arte declamado, en honra perseguida y alabada por el poeta, nos hartamos de cantar sus méritos, de mostrar de forma perenne y maravillosa las glorias de la más catastrófica perversión humana. Que en la memoria de la guerra prevalece siempre el uno indemne frente al ciento destruido. En ese recuerdo glorificado, donde cabe la mente organizadora, la eminencia gris que todo lo mueve, no hay sitio para las vidas desperdiciadas, existencias perdidas en una potencia que ya no será y que nadie rememorará.
Al fondo de la línea monumental, donde descansa el grito de Ceto petrificada por Perseo, la guerra dormita su victoria contra la razón
Pero da igual. Seguimos llenando de pedestales los jardines de nuestros héroes inventados, de modo que nos den ánimo para la próxima conflagración de causas detonantes. Y caminamos entre sus falsas muecas de triunfo, sus apolíneos cuerpos tensionados en un esfuerzo titánico que nunca salvó nación alguna, admirando una mentira que ha de consumir nuestro presente destruyendo la ínfima promesa de futuro por la que peleamos. Nada más que recorrer la partida de Neptuno para ver víctimas destruidas de la Guerra de Sucesión española, aquella que arrasó el territorio y las bases económicas de una nación en ciernes, troceada entre austriacos, franceses, ingleses y holandeses. Al fondo de la línea monumental, donde descansa el grito de Ceto petrificada por Perseo, la guerra dormita su victoria contra la razón.
Más abajo, ya en el parterre de Apolo y Dafne, una plétora de moros se despeña por una gélida roca metálica en derrota contingente, sometidos por una trompeta alada que da fama a la destrucción que apenas puede vestir victoria alguna, que apenas puede enseñar algo más de lo que oculta entre tanto oropel caduco, entre tanta leyenda inventada.
Se dice que Felipe V, sometido por la locura de quien nada puede hacer para trastocar un ápice ese destino que detesta, sólo era capaz de escapar de la demencia a través de la belicosidad, como si no hubiera suficiente insensatez en tamaño dislate. Ya fuera en los campos de Orán, Brihuega, Barcelona, Málaga o Almenar, el orate Borbón fue incapaz de superar la atribulación que padecía por más sangre que se derramara.
Quizás por todo ello, por esa memoria que la guerra fijaba de victoria, de necesidad, de reivindicación de lo obtenido, de justificación por la maldad liberada, los jardines del Palacio Real cuenten mil y una batallas a cada paso que por sus bosquetes uno entrega. Subyugados por un recuerdo constante de muerte y acero, del uno glorificado a costa del sufrimiento de miles, resulta imposible caminar entre cedros y tilos, abetos y pinos, robles, hayas, carpes, tejos y bojes sin entender lucha alguna. Ya sea la raíz que se retuerce para tomar la tierra más húmeda, el ramal que se empina sobre la copa de castaño, que empuja el tronco del enebro, que consume el espacio del seto sometiendo el verdor oscuro entrelazado con los rojos frutos del acebo, nada más que conflicto y combate se acaba por ver donde debería sentirse ganas de vivir.
No es de extrañar que todo lo que allí ocurriera nos lleve frente al espejo de la historia, ignorando la peste de la guerra inherente a la tendencia allí acumulada
No es de extrañar que todo lo que allí ocurriera nos lleve frente al espejo de la historia, ignorando la peste de la guerra inherente a la tendencia allí acumulada. Desde las visitas de diplomáticos enfrentados por la oreja de Jenkins que harían guerrear por medio mundo a ingleses y españoles, a las burdas alianzas urdidas por Godoy que desembocarían en el tratado de San Ildefonso de 1796 y el de Fointeneblau, nueve años más tarde, para sumir España en la catastrófica guerra contra el francés; pasando por las intrigas e inquinas del misérrimo Carlos María Isidro Borbón y sus fundamentalistas católicos y absolutistas que asolarían la península con un siglo de guerras civiles ya olvidadas por la mayoría; o las fiestas de la victoria, del alzamiento golpista, cainita y criminal que encumbró al general Franco y a sus compañeros de guerra hacia una dictadura de cuya memoria aún debemos curarnos.
Todo ello, todos ellos, siguen contando su leyenda a cada paso que gasto con mi compadre, el Sr. Bellette, por un vergel que lucha por deshumanizar tanta memoria podrida. Pues, en la rama que cubre una espada de plomo, en el seto que se traga un vaso ornado con banderas y lanzas, en el carpe que devora ese rictus de brutal inhumanidad, descansa el grito de una naturaleza que no entiende lo que la guerra susurra, que escucha en lastimoso silencio los alaridos de Ceto tornándose en piedra, de los moros despeñándose desde la cima coronada por la mendaz Fama, de las gotas de sangre que fluyen por la llaga de aquel pobre galo y que nunca habrán de regresar.