POR ANTONIO BOTÍAS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
La culpa, porque siempre hay quien la pague, fue del café. O de la codicia de quienes lo servían. O vaya usted a saber, claro. Pero lo cierto es que las populares ‘playas del Segura’, que así llamaban en verano los murcianos a las riberas, comenzaron a despoblarse a comienzos del siglo XX. No había bolsillo que aguantara el aumento de los precios. Ni tampoco lengua que se refrenara para no criticarlo.
El diario ‘El Liberal’ anotará esta evidencia lamentando la pérdida de «aquella animación, aquella alegría, aquella enorme concurrencia que animaba las orillas» del modesto río Segura. Pero, ¿cuál era la auténtica razón? El rotativo atribuía la principal causa a la codicia de ‘los cafeteros’, que hoy llamaríamos hosteleros, a quienes se les ocurrió en 1919 subir los precios un 20%.
Quizá se les ocurrió aquella estocada en todo lo alto de las economías familiares porque, por las mismas fechas, se organizó una corrida en la plaza de toros. Pero los vecinos del común estallaron. Ya un poco antes, los mismos hosteleros habían suprimido de sus servicios «un terrón de azúcar de los cinco que solían dar», según ‘El Liberal’. Y lo hicieron, écheme cartas, cuando los precios del dulce elemento habían bajado.
Un 20% del azúcar y otro 20% del café eran demasiados porcentajes para los parroquianos, quienes maldecían «la confabulación de los cafeteros del Arenal». Era el Arenal la explanada que aún hoy existe frente al río, según se baja en dirección a la actual Gran Vía cuya apertura arrasó el espléndido trazado histórico de la ciudad.
Las críticas de la prensa pronto hicieron efecto. Los cafeteros acordaron ofrecer a sus clientes «algunos festejos» que amenizaran las veladas junto al río. El primero de ellos fue «una larga traca» que agradó a la concurrencia, «especialmente de los barrios extramuros, que fue muy numerosa», explicaba ‘El Liberal’. El diario ‘El Tiempo’ completó en sus páginas esta información al destacar que se trataba de una traca valenciana de 500 metros de longitud. Consideraba el periódico que habría de llamar la atención en la ciudad «por no ser conocidas en Murcia» tracas tan largas.
El verano de aquel año, al menos durante julio, no fue de los que se recuerdan como infernales. De hecho, la prensa reconocía que «sudar como por acá es costumbre en estos tiempos, no hemos sudado todavía». Y por las noches refrescaba, lo que comenzó a animar a las gentes a acudir a La Glorieta, donde algunas veladas había conciertos.
Sobre Murcia se desplomaba en julio una calma absoluta. Basta observar los diarios para comprobar que la espantada de políticos y pudientes a las playas provocaba un desierto informativo asfixiante. «La vida oficial como la privada hacen un alto en firme y todo queda como petrificado», lamentaba ‘El liberal’.
Los murcianos, a diferencia de los periodistas, trabajaban en invierno para disfrutar el estío. Pero estos se consideraban «cigarras todo el año que pasado un día tras otro cantando la ronca trova hasta que llega el día de reventar», según el rotativo. Y encima soportaban que en las playas se dijera que «los periódicos se caen de las manos, que salen anodinos, sosos, sin fuste». Sección habitual en los diarios era, para envidia de no pocos, la sección que daba cuenta de cómo disfrutaban el verano en Torrevieja los murcianos.
La respuesta de ‘El Liberal’ era clara. En verano y en Murcia apenas quedaban unos cuantos recursos periodísticos para salir del paso: la suciedad de la capital, la falta de alumbrado, la peste de las alcantarillas, «la monterillada de un alcalde, el ridículo de algún edil…». Y poco más.
La falta de alumbrado, desde luego, que fue otra de las causas de la decadencia del Malecón. El paseo se erigía como oasis para aquellos que, al atardecer de los calurosos días, paseaban entre huertos y bancales cuando llegaba la fresca. El problema era que también llegaban no pocos frescos al lugar, atraídos más que por la luz por su ausencia. Al parecer, solo existía una farola a la entrada del paseo y apenas unas cuantas bombillas en las casas que lo flanqueaban en su primer tramo. Más adentro, oscuridad total.
Contaba ‘El Liberal’ que de ello se aprovechaban «los mozalbetes desaprensivos campen por los alrededores de la ‘Sartén’ y den rienda suelta a escándalos de mal gusto». No enumera la cabecera qué tipo de alborotos eran, quizá por no enrojecer a sus lectores. Pero tampoco hace falta ser Freud para adivinarlos. La solución era sencilla. Bastaba con colocar «tres o cuatro lámparas y un par de parejas de guardias» que se pusieran a trabajar, concluía ‘El Liberal’.
Quienes sí trabajaban a destajo eran los cocineros y camareros. Hasta el extremo de que en agosto del mismo año anunciaron una huelga si sus patronos no les subían el sueldo. En concreto, los cocineros exigían un 20% de aumento y los camareros una peseta de jornal. En estas cosas andaba la actualidad cuando a alguien se le ocurrió repartir por la ciudad unas hojitas dirigidas ‘Al Público’. En ellas se recomendaba a los vecinos que suprimieran «el feo vicio de las propinas». No era la primera vez. Los barberos ya habían exigido, curiosamente, que nadie les diera propina.
¿Por qué razón? Sencillo: muchos servicios se pagaban exclusivamente con la voluntad del cliente y los empresarios se ahorraban los sueldos. Algunos dependientes, como denunciaba ‘El Tiempo’, incluso «tienen que pagar al dueño por el favor que les hacen de poder recibir propinas». De lo contrario, afirmaba el diario, «ni existirían camareros ni se darían de cachetes para pescar una plaza vacante».
Rezaba la hoja anónima que la eliminación de las propinas permitiría que todos los clientes fueran tratados por igual, sin preferencias a quien más bolsillo y voluntad tuviera. No les faltaba razón.
A esa situación se había llegado, entre otras cosas, por el aumento de precios denunciado dos meses antes por ‘El Liberal’. De hecho, ‘El Tiempo’ advertía de que «comenzaron a subir las cosas, cuesta más caro afeitarse, dan menos café y menos azúcar».
Fuente: https://www.laverdad.es/