POR ANTONIO HERRERA CASADO, CRONISTA OFICIAL DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA
Dedicado a todos los amigos y amigas de Villaescusa de Palositos, que este año, una vez más, emprenderán la “Marcha de las Flores” para pedir que se abra el camino que va a su pueblo.
Séame permitido que, de vez en cuando, eche una cana al aire, y me entre por los pagos de la literatura pura, de esa que entretiene, que alecciona, y a nadie hiere. Andando las Alcarrias, una de las que más me duele es la que va entre el foso del Guadiela y el arroyo de la Puerta, cruzando de Salmerón a Viana. Porque en el alto está, abandonada, en ruina progresiva, tras murallas de metal sobre el viejo camino de Santiago, esa iglesia que fue dedicada a Santa María y que presidía en su altura la puebla de Villaescusa de Palositos. Muchas veces la he visitado, constatando su progresivo derrumbe, adecuadamente denunciado en público (pues tiene responsables muy claros) y de tanto pensar sobre ello me salió esta entelequia, que espero entretenga, más que aleccione.
Caminando no hace mucho por una estrecha trocha de la Alcarria, me vino a las manos un cilindro de plomo muy lastimado de los soles y las heladas. Lo abrí enseguida, y sin dificultad salió de su interior, entero, un pergamino arrugado pero con buena letra de principios del siglo XIV. Me costó leerlo, pero al final conseguí desentrañar la historia que en él aparecía. Y que venía a ser más o menos esta.
Fatigado de los años y de los caminos, del trabajo y las penalidades, un tal Guillermo quiere dejar constancia de su existencia, y pone sobre el pergamino con su propia letra esta que es vida entera y resumida. Dice que ha llegado hasta aquí, al Val de San García, retirado y cansado, tras muchos caminos y tareas, pero que nació en la Gascuña, en un pueblecito que llamaban Bergouey Viellenave, a orillas del río Bidouze, y que en aquella tierra de lluvias creció, junto a sus padres y sus dos hermanos, Irvin y Louis. No recuerda el nombre de su madre, pero sí el de su padre, que murió cuando él tenía unos catorce años. Se llamaba Guillermo, como él.
Se fue con los hombres que habían elevado la iglesia de Saint Jacques, en su pueblo, y que como picapedreros que eran se dirigían a Saintes, donde pasó un año picando piedra para la catedral de San Pedro, y luego más de dos anualidades con un equipo que estaba construyendo el templo de la Abadía de las Damas. Aprendió mucho, y cierto día se hizo amigo de un muchacho que viajaba hacia Compostela, y que le animó a irse con él al lejano Finisterre. Cruzaron la Gascuña entera, y por San Juan de Pie del Puerto subieron a Roncesvalles, de donde siguieron camino a Pamplona, y hacia Oriente, despistados, se fueron hasta Jaca y San Juan de la Peña, donde él decidió quedarse otro mes más porque allí picaban la piedra unos artesanos exquisitos, de los que aprendió sus técnicas.
Siguió siempre hacia el sur, y al oeste, y perdido por los campos largos de la Transierra castellana vino a dar en un pueblo grande, amurallado, que tenía sonadas fiestas de ganado, y allá quedó picando para levantar el castillo que presidía el lugar, al que llamaban Siete Fuentes. Allá decían que era obra de moros, pero se estaba cayendo, y la que tenía el señorío del lugar, una marquesa llamada doña María, quería a toda costa mantenerlo en buen estado. Presumía guerras. Se hizo con muchos amigos, y Guillermo se hizo enseguida con la dirección de la obra. Ganó lo suficiente para comprarse un caballo, y dos mulas, que consiguió baratas en la feria, y un año después se echó a los caminos, porque el arcipreste del pueblo le encargó que levantara un templo en una pequeña aldea del señorío, un lugar recién poblado al que habían puesto el nombre de Villaescusa por ser lugar donde sus recién llegados habitantes no pagaban impuestos. No fue difícil llegar, tras tener que pasar el Tajo sobre un enorme puente protegido por una torrecilla, en un lugar al que llamaban Torrillo.
Cuando llegó a Villaescusa vio que allí vivían, en pequeñas chozas de piedra cubiertas de entramados de ramas, unas veinte familias, que venían de la Merindad de Gamiz, gentes dedicadas enseguida a la agricultura, porque el terreno de secano era alto, y fértil, y de recoger la leche de las cabras, que bebían y transformaban en quesos. Le llamó la atención el lugar, en alto, batido de los vientos, aunque a resguardo de un cerrete en el que se veían viejos edificios medio hundidos, y al que llamaban Los Paredones, de donde habían sacado la mayoría de las piedras para sus cabañas.
Con ayuda de los más jóvenes, día sí día no, Guillermo se puso a la tarea: plantó estacas, midió con sus pies, allanaron el terreno alto, recogieron en las mulas cuantas buenas piedras sillares encontraron en los paredones, y otras más, de esquinas, que ellos picaron con el arte que él sabía. Poniendo varas largas y rectas junto a los muros, fueron alzando paredes, que fue cosa fácil con los muros del sur y el norte, aunque el de poniente hubo que reforzarlo antes para alzarle más y poner los huecos altos de las campanas. Donde Guillermo más se esmeró fue en el ábside, la parte de la iglesia que daba a la salida del sol. Talló con otros (su mejor amigo era Gil de Molina, que terminó siendo su capataz) los pilares adosados, y dejó para el final la talla, que hizo él personalmente, con sus saberes de muchos años en tantos lugares, de la ventanita del ábside y de la puerta del templo, a la que dotó de medias bolas sobre los sillares de los arcos. Cuando en ello estaban, a Gil se le ocurrió la idea de que Guillermo, al que llamaba maestro, debía de poner en una piedra, con ese buen arte de la talla que tenía, su nombre y la noticia de haber sido él el constructor del templo. Y así lo hizo: en una mañana frenética, de otoño ya frío, relamiéndose los labios esculpió sobre un sillar calizo: “Guillemus fecit hac ecclesia” en un latín que no hablaban pero que juzgaban culto y solemne. Después y montando los correspondientes poyatos y andamios, colocaron el techo con tablones sacados de los pinos que se arrastraban, en el verano, por el hondo Tajo. Al final, y tras casi dos años de tarea, dejaron terminado el templo del villorrio.
Vino poco después un arcediano, que procedía de Cifuentes, el sucesor de quien le había encargado a Guillermo la obra. Y quedó entusiasmado de lo que había hecho. Le dio los parabienes y le dijo que tendría noticia de esto el obispo de la diócesis de Sigüenza, cabeza espiritual de aquellas tierras, que era por entonces un alto individuo llamado don Andrés. Aquel fue un día de alegría (lástima que esta dure tan poco en la casa del pobre!) y allí quedó a pasar el invierno, que fue el de 1264, muy crudo entonces, con nevadas que duraron largas jornadas, dejando helados los campos hasta la primavera. En abril se decidió a bajar hasta Cifuentes, atravesando otra vez por el puente del Torrillo, y allí ¡oh maravilla! se encontró con que le recibieron de mil amores: don Esteban, el arcediano que había consagrado el templo de Villaescusa, llamó al alcalde de la villa, y a poco llegó doña María Guillén, la señora, a la que fue presentado. Todos acordaron que Guillermo debía ser el maestro que, con cuantos ayudantes eligiera, se pusiera a tallar las mil figuras que querían que aparecieran en las arquivoltas de la puerta de Santiago, aquella puerta occidental del gran templo cifontino donde los peregrinos (muchas gentes venidas del Levante, de Villena, de las altas tierras de las avellanas) cogían fuerzas para seguir su camino, por la ruta de los laneros, hacia Compostela.
Y en esas estuvo, otros dos años, -dice en su papel Guillermo que los mejores de su vida- tallando figuras para aquél orondo portón gigantesco. Las que mejor le salieron, la de don Andrés, el obispo; don Vasco, el alcalde; doña María, la señora, y doña Beatriz, su hija, que al parecer había llegado a más que a princesa.
Y esto era lo que aparecía en aquel pergamino que me encontré en el suelo un día que me perdí por los pagos de Carralavilla, entre Cifuentes y Val de San García.
Fuente: http://www.herreracasado.com/