ARTÍCULO QUE CITA A JULIAN HURTADO DE MOLINA DELGADO, CRONISTA OFICIAL DE EL CARPIO( CÓRDOBA) Y CÓRDOBA.
Julián Hurtado de Molina halla junto a la Mezquita-Catedral el edificio donde se recluía desde el siglo XVI a los privados de libertad.
El Alcázar era el lugar donde el Santo Oficio encarcelaba a las personas detenidas a la espera de juicio y el sitio donde estaba el tribunal. En la Corredera, la plaza mayor de la ciudad, se celebraban los teatrales y barrocos autos de fe de los procesos más señalados y ejemplarizantes, cuando se dictaban las condenas sin escatimar en colgaduras ni escenografía rutilante.
En el Marrubial y en otros puntos extramuros de Córdoba antigua estaban los lugares en que se quemaba a los reos a los que se había condenado a la hoguera luego de recorrer las calles entre multitudes.
Muchos conocen los escenarios que tuvo en Córdoba la Inquisición española en sus más de tres siglos de vida, pero una reciente investigación ha localizado uno de ellos, menos terrible que los demás, pero que también explica el trabajo del Santo Oficio.
Tras consultar documentos del Archivo Histórico Nacional, ha encontrado que esta institución estuvo desde el año 1552 en una gran casa situada junto a la Mezquita-Catedral, en la actual calle Corregidor Luis de la Cerda, y que unió tres que existían con anterioridad.
El autor del texto comienza explicando que el Alcázar de los Reyes Cristianos, hasta ahora tan identificado con la Inquisición que incluso una de las torres sigue llevando este nombre, se utilizaba para lo que hoy se llama prisión preventiva, para los reos que estaban a la espera de comparecer ante el tribunal para su juicio. A la Casa de Penitencia iban personas ya condenadas a penas de privación de libertad.
Julián Hurtado de Molina cuenta cómo el Santo Oficio compró estas tres casas en 1552 a un canónigo de la Catedral de Córdoba, Fernando Alonso de Riaza, y las unió en una sola para que funcionase como algo parecido a una prisión. Se impuso un censo y hasta medio siglo más tarde la Inquisición no terminó de pagarlo, porque era una propiedad amplia y cara en pleno corazón de la ciudad.
Los casos en que se dictaba una de estas sentencias no eran muchos, porque una mayoría importante de los encausados salían absueltos o con una condena de privación de bienes. Otros sí se llevaban la peor parte y la Inquisición hacía lo que se llamaba «entregarlos al brazo secular». Es decir, la Iglesia no quemaba a nadie, sino que dictaba la pena capital, que luego la justicia real se encargaba de ejecutar.
Los lugares para cumplir la pena de privación de libertad fueron varios a lo largo de la historia, pero el sitio primero fue la casa de penitencia que estaba entre el muro sur de la Mezquita-Catedral y el Guadalquivir, y que hoy conserva una parte de la estructura que tuvo durante aquellos siglos. Hoy conserva el número 75 en la fachada, aunque no es el actual, ya que es de la época en que ese tramo formaba parte de la calle Cardenal González, que ahora va desde el Caño Quebrado hasta la Cruz del Rastro.
Tenía, recuerda Julián Hurtado de Molina, una entrada alargada que debía de ser para el acceso de carros y caballos. Conducía a un patio principal y alrededor tres más, en torno a los cuales estaban las celdas donde los reos cumplían sus condenas. No eran excesivamente severas ni en la duración ni tampoco en las condiciones, que estaban más próximas a un régimen de tercer grado en que los presos sólo tenían que ir a dormir que a la dureza de las mazmorras de ciertas épocas históricas. Tenía también una parte noble para la residencia del alcaide que estaba al mando de la casa.
«Era mucho menos rigurosa que la cárcel del Alcázar, la preventiva, y la estancia era más indulgente», resume el abogado e historiador. Los que tenían que cumplir condena tenían que pagarse la estancia en la Casa de la Penitencia, y para eso no tenían otra forma que trabajar. Por eso podían salir y volver para comer y dormir, de forma que no era una reclusión absoluta en una celda. Incluso se permitían visitas del esposo o la esposa para, igual que sucede hoy, poder mantener relaciones íntimas, revela el cronista oficial de Córdoba: «Usted se busca la vida y yo le doy libertad».
Las sentencias eran, desde luego, muy distintas de lo que pasaba después. Allí se hablaba de «reclusión perpetua», pero lo normal es que estuvieran unos cinco o seis años. A partir de ahí se daba la condena por terminada. Era una pena que se imponía a la gente que no tenía bienes y que había cometido delitos o pecados no excesivamente graves. En este caso, su suerte, al menos en las primeras décadas, habría sido bastante distinta.
Eran adulterios y lo que luego se llamó amancebamiento, que es el que dos personas convivan sin estar casadas, pero también blasfemias o hablar de que el demonio los había poseído. Una gran mayoría de las personas que tenían que pasar allí una condena eran mujeres, revela el autor del estudio, que insiste en la concurrencia entre la falta de medios y la levedad de los delitos.
«Al que detenían le confiscaban los bienes desde el principio y cuando dictaban la sentencia, si lo absolvían, se le devolvían menos la cantidad que se había gastado en su alimentación y mantenimiento. Y en caso de condena se quedaban con todo», asegura Julián Hurtado de Molina.
No faltaban prostitutas entre las que tuvieron que pasar un tiempo en esta casa entre la Mezquita-Catedral la Puerta del Puente y el Guadalquivir. Había comida común para todos, pero cada uno se podía buscar la forma para encontrar un poco más.
Por momentos se quedó incluso pequeña, apunta el historiador, que explica que se habilitaron estancias en una casa del Arco del Portillo y en el edificio que hoy es Museo Taurino para acoger a las personas sentenciadas a penas de privación de libertad. Eso era a finales del siglo XVI y principios del XVII, los momentos de mayor actividad y por lo tanto cuando más sentencias de dictaban. A partir del XVIII la Inquisición lo que buscaba sobre todo era impedir la llegada de libros que la Iglesia consideraba no apropiados, en todo o en parte, y que o bien se expurgaban o bien incluso se quemaban. Los autos de fe se fueron terminando.
El último alcaide de la casa de penitencia de Córdoba se nombró a comienzos del siglo XIX. Para entonces la estancia estaba casi abandonada y las ideas liberales casi habían sentenciado a la Inquisición.