POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
No pasa por el olor que desprendían los jazmineros del cine Palmera. No pasa por el olor a tripa y pimienta para la matanza, en el Barrio de la Pringue, del comercio de Juan Reyes. Tampoco pasa por por el sonido del vaivén de la máquina impresora Heidelberg, pliego va, pliego viene, de la imprenta de Juan Torres. El tiempo no pasa por una orza que custodia el sabor de las aceitunas partidas o cortadas y aliñadas de otoño. Tampoco pasa por el brasero de cisco picón que calienta la ambrosía que producen los recuerdos. Ni por el olor a jabón de Maderas de Oriente en la ropa guardada en los roperos. Ni por el olor a barro cocido de los hornos del camino viejo de Barbaño.
No pasa por el sonido del titeo de los perdigones de la albardonería de Juan Durán. No pasa por el aroma a albahaca en una mañana de finales de agosto. Ni por el olor a tabaco de la cachimba de Pedro Juan Cortés. Tampoco pasa por la glicinia de la casa de María Zúñiga que con su manto malva cubría el patio, trepando por la tapia y echándose hacia la calle. No pasa por el serrín entre montes de corcho y ríos de papel de plata del belén de nuestra infancia. Ni por el olor a tinta del diario de la almáciga de la memoria y los recuerdos. El tiempo no pasa por la boca de un barril cubierta por un protector hecho de ganchillo. Ni por las horquillas que sostienen los pasos de la procesión del Resucitado. No pasa por la niñez de tiempos sin tiempo por los que parece no pasar el tiempo.