POR FERNANDO JIMÉNEZ BERROCAL, CRONISTA OFICIAL DE CÁCERES.
En 1941 había catorce puestos fijos de venta de helados en los lugares céntricos de la ciudad.
Antes que la luz eléctrica se convirtiese en la energía clave para la obtención de hielo, ya existían profesionales que, utilizando la nieve que llegaba a la ciudad desde las montañas de Bejar o Piornal, fabricaban refrescos como la limonada, la horchata, el agua de guindas, la aurora (leche de almendras y agua de canela) o la mantecada y helados de diferentes sabores para combatir los calurosos días del verano cacereño. Los pozos de la nieve tenían la función de conservar y suministrar hielo para diferentes usos, que abarcaban desde la alimentación hasta la medicina o la fabricación de helados.
El 18 de abril de 1844 los vecinos de Badajoz, Bartolomé Miranda y Juan Campos, dueños de un «crecido depósito de nieve», se dirigen al ayuntamiento para solicitar la apertura en Cáceres de un puesto de helados con precios económicos, para que todos los ciudadanos pudiesen saborearlos durante el verano, que estaba a punto de traer a la vieja villa una de sus señas de identidad, la calor. Los helados que pretenden vender son de dos sabores, de naranja y limón al precio de 1 real el cuartillo y de horchata y leche a 1´5 reales el cuartillo. Además se comprometen a proporcionar a los enfermos de la villa, previa prescripción médica, nieve, a razón de 1 real por cada libra.
Podemos pensar que estamos ante el primer documento que nos relaciona la venta de helados en la ciudad, aunque no es así, pues ante la solicitud de los heladeros pacenses, existe una queja de José Tejera y Juan Llovió que no ven con buenos ojos la oferta que los vecinos de Badajoz hacen al ayuntamiento, principalmente porque el Real Decreto de 20 de enero de 1834, declaraba libres los abastos de los artículos de comer, beber y arder, por lo que la pretensión de que sólo ellos pudiesen vender helados en la villa era de dudosa legalidad. Debemos pensar que tanto los vecinos Llovio como Tejera ya llevaban tiempo dispensando helados en la ciudad, concretamente Juan Llovio que tenía una pequeña botillería en la esquina de General Ezponda con la Plaza Mayor, donde despachaba helados y horchatas desde hacía varios veranos, además de ser un experto en nieve debido a sus orígenes asturianos. Al final los heladeros locales pudieron seguir vendiendo sus productos y los vecinos refrescándose con helados de sabores diversos.
La llegada de la luz eléctrica a Cáceres a finales del siglo XIX, acabo con los pozos de nieve que desde finales de la Edad Media habían sido las auténticas fábricas de hielo de la ciudad. La innovación permitió que el hielo se pudiese fabricar “in situ”, sin dependencia de arrieros que acarreasen nieve durante los inviernos, una labor cara y penosa que se vería abocada a la desaparición dejando, como muestra de su pasado, las viejas construcciones donde se asilaban las nieves venidas de lejos. La modernidad amplió las posibilidades para disponer de hielo y frio durante los veranos y con ello se incrementaron los puestos de helados y refrescos. En 1941 existían 14 puestos fijos de venta de helados, principalmente en los lugares más céntricos de la ciudad, además había otros 9 vendedores ambulantes que recorrían las calles ofreciendo sus helados artesanos. De todos los heladeros de la ciudad, aparece en la menoría de mi infancia la figura del señor Eusebio Mateos, con su carro y sus gruesas gafas, cuando aparecía por los alrededores del cine de verano de San Blas al grito de «hay polo oiga».
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