POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Es la esperanza un compañero desaconsejable. Consuelo del incauto y debilidad del sabio, suele impelernos hacia un horizonte inalcanzable que habrá de consumir todo el esfuerzo de una vida. Embebidos de un embriagador destino, caminamos entre esa bruma incomprensible que destila confianza insostenible y delirio sin sentido para, sólo al final, comprender el gasto absurdo de fuerzas invertidas en semejante travesía. Ya sea en el gayo mañana o en la confianza depositada sobre una apuesta decididamente insana, alimentamos nuestro presente en vanas esperanzas que habrán de rompernos el corazón. En la mayor parte de los envites, la confianza se sustenta en la total seguridad que la condenada creencia en lo que sea nos garantiza, siendo este cimiento el más alocado de cuántos podamos conferir. En otras, las más de las veces, abrogamos nuestro futuro entregando su cumplimiento al acaso que una persona habrá de resolver más tarde que pronto. Algunos confían esa creencia cerril en la voluntad política del filibustero que corresponda; en el convencimiento de que el discurso de aquel, amanerado y repleto de lugares comunes, falsedades sumas y suposiciones irreales soportadas por un análisis chabacano y estulte, traerá a ese presente venidero un cúmulo de oportunidades bien perdidas en el pasado, bien alimentadas por la condenada esperanza en que esta vez sí será realidad. Otros tantos, legión dirían algunos, van más allá y depositan sus cuitas en la propia creencia, seguros tras cada revés demoledor de que la divinidad que corresponda proveerá de soluciones justo allá donde uno no ha de llegar jamás. Sin embargo, la mayoría de los aquí existentes volcamos las esperanzas en aquellos que hemos traído al mundo, receptores de nuestras lamentables y absurdas enseñanzas fruto de nuestro contingente fracaso. Condenados a aprender de lo que no fuimos ni seremos, de aquellos errores mayúsculos que condicionaron nuestro devenir, de la gran oscuridad que construyó el fracaso sostenido en nuestro interior, los hijos deben soportar, además de su propia frustración, el peso de nuestras incomprensibles esperanzas.
He de suponer que el rey Felipe V volcó todo eso y más en su primogénito, el príncipe Luis de Borbón y Saboya, cuando abdicó estando en este Real Sitio de San Ildefonso, el 15 de enero de 1724, cumplidos hace un par de días los doscientos noventa y nueve años. Absolutamente desencantado con el ejercicio de una monarquía impuesta por los intereses de otro progenitor, en este caso su abuelo Luis XIV, Felipe V había gastado su vida en cumplir esas expectativas heredadas de expandir la dinastía francesa si no por todo el continente, sí, al menos, en los grandes y hegemónicos tronos europeos. Animoso y perturbado a jornada completa, aquel primer Borbón reinante en España, que no español, pasó los primeros veintitrés años de su vida en este santo país consolidando la dinastía y preparándose para soltar todo este peso atroz sobre la espalda del primer niño que llegara a la edad suficiente. Para ello, Felipe V, deseando ser sólo Felipe el de La Granja, casó a la carrera a su vástago mayor con la hija de su tocayo y primo, regente que fuera del rey Luis XV, Felipe II, duque de Orleans. Esta pobre, casada a los doce años con su primo de quince, llegó a España sola y sometida por un trastorno de personalidad bien frecuente, al parecer, por buena parte de los Borbones patrios, muchos de ellos fuera de lugar y comprometidos con horizontes muy poco próximos a la esperanza del común.
En semejantes condiciones Felipe V depositó sobre las alforjas de su hijo Luis la consolidación de un proyecto sustentado en la esperanza de que aquel niño rodeado de burócratas y no pocos buitres fuera capaz de sostener un estado en transformación carente de nación que los cimentara. Si bien es cierto que fue flanqueado por la sabiduría y experiencia cortesana de paisanos como Baltasar Hurtado de Amézaga, cuyos descendientes siguen paseando el jardín del rey, el joven acabó por defraudar las expectativas del padre, más preocupado por la locura creciente de su señora esposa y, principalmente, por las viruelas que acabaron con su vida apenas seis meses después de haber sido proclamado rey de España.
Y es que, en esto de decepcionar las expectativas paternas, los monarcas españoles han constituido un corolario interminable que merecería algo más que estas letras. Es más, atendiendo a esta premisa paradigmática, la mayoría de las líneas sucesorias se han convertido en una teoría de la decepción más que significativa. Se podría preguntar a Felipe II, enfermo casi terminal, mientras su hijo, el deseado príncipe Felipe se largaba de la Junta de Noche a disfrutar de otros placeres menos tediosos. Seguro que allí tendido debió lamentarse de tanto matrimonio frustrado, de no haber depositado sus esperanzas en la joven Isabel Clara Eugenia, cuya capacidad había quedado tan demostrada como la sorda discriminación que tantas mujeres irrepetibles han venido soportando durante los últimos eones. Dos siglos más tarde, Carlos III, también hubo de sucumbir a la tristeza de ver cómo el más incapaz de los hijos era el de mayor edad, mientras uno de los menores, en su caso, el infante Gabriel, sucumbía a la absurda legitimidad española de dar la esperanza de todos al más inútil y desahogado.
Sea como fuere, la mayoría sigue creyendo que los hijos habrán de cambiar nuestro presente gracias a las enseñanzas de un obtuso pasado que no se supo aprovechar. Seguros de que viviremos un mañana ideal construido sobre las ruinas de un ayer destruido por nuestra propia incompetencia, transmitiremos esa esperanza que quebrará las espaldas de nuestros muy amados hijos.
Ahora bien, si aprendiéramos que el mañana sólo podrá existir en esfuerzo compartido; si nos convencemos de que, olvidando la esperanza, dar un paso al frente de una vez supondrá la única realidad factible; entonces, estoy seguro de ello, nuestros hijos no decepcionarán nuestra frustración heredada y el mañana será siempre un hoy quizás.