POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
No conozco a nadie que le guste estar en un hospital. Pero tarde o temprano recurrimos a ellos. Yo he pasado por alguno privado, y varias veces por los de la Seguridad Social. Mis peores experiencias las tuve en hospitales públicos. Son los que conozco más.
Empiezo recordando la muerte de mi padre en Granada hace 27 años. Pasó casi dos días semiinconsciente, por el ictus que lo mató a los 67 años, en un pasillo inmundo del Traumatológico. Era Febrero. Nadie daba explicaciones a la familia. Lo trasladaron al Clínico, y siguió en otro pasillo muchas horas, a la espera de ingreso en planta. Recuerdo que tenía los pies congelados. Salí a comprarle unos calcetines. Finalmente una doctora nos informo de la gravedad. Pasó a un cuartucho mal ventilado de aquellos sótanos que jamás olvidaré. Cerca vi morir a dos pacientes en pocos días. La intimidad era nula. También vi dar la vuelta al colchón manchado de un difunto, para poner a otro paciente encima. Faltarían camas eses día, supongo. El equipo médico nos informaba escuetamente. Yo necesitaba poca información. Tampoco creo aportaran mucho los cuidados que recibía, como tomarle la tensión o medicarlo con el protocolo habitual. Por suerte para mi padre, su mente estaba turbia. Eso le evitó sufrimiento. Pero alguna vez me dijo: “Niña, ¿de qué me conoce esta señorita que me tutea? Era un hombre chapado a la antigua. Hablaba siempre de usted a los desconocidos. Tras el segundo finde juntos, me despedí una noche de él, pues yo tenía clase el lunes y no me daban permiso para faltar- otro tema sangrante-. Le dije que nos veríamos pronto; lo sacábamos de allí el martes. Lo abracé. Él no podía mover la mitad del cuerpo. El auxiliar que le tocó esa noche, cuya cara prefiero no recordar, me echó con cajas destemplada porque prolongué unos minutos la despedida. Se murió a las pocas hora, al moverlo de la silla a la cama, de malos modos. Se habían olvidado de acostarlo a tiempo. Mi madre fue testigo. Las veces que tuve que volver por allí tuve escalofrío.
Tampoco fue buena mi experiencia en el Traumatológico de Granada años después, cuidando a una amiga que se debatía entre la vida y la muerte. No sé si los servicios médicos fueron más o menos buenos, pero el trato humano no me gustó. Un enfermo no es un bulto. Tiene derecho a que se respete su dignidad mientras viva. Es como si el contacto permanente con el sufrimiento endureciera. Fui testigo de un cambio de ropas de mi amiga, mientras los dos profesionales hablaban entre si de cosas peregrinas, y hacían bromas. Ella tenía buen oído, aunque no podía hablar.
Por desgracia hace no mucho he acompañado a mi madre en el hospital de Motril, por una operación con secuelas graves. No pudo superarlo y murió poco después del alta. Aunque en el hospital ya estaba muerta por dentro. No era ni su sombra. En lo que respecta al personal médico, nada que alegar. Valoro positivamente la mejora en instalaciones, con habitaciones decentes. Pero las sombras persisten. Creo que cuando la labor asistencial atañe a lo más íntimo, como cambiar al enfermo, curarlo, se echa en falta mayor delicadeza con quien recorre el último tramo de su vida. Dicen que tenemos en España una sanidad pública de lujo. Medios técnicos, hay. Para eso pagamos impuestos. Pero en lo concerniente al lado humano, queda mucho por hacer. Sin el amor y atención de sus dos hijas y nietos mi madre habría estado muy sola en el hospital. Y allí hay enfermos que no tienen hijas que les acaricien y atiendan en su final.
Hoy recuerdo los últimos años de mi abuela María. Murió hace tiempo, muy mayor, en su cama. Había sufrido antes una fractura de cadera. Entonces no se ponía prótesis a un anciano. La mandaron a casa como una momia. Allí soldó el hueso, a base de cama. Pero tenía compañía permanente, cariño. Cuando le quitaron la escayola, le quedó una pierna más corta. Un zapatero le fabricó calzado de plataforma. Con él y un bastón, caminó varios años. Creo que fue feliz. Sonreía mucho. Murió tras varios días inconsciente. Rodeada de familia, con dignidad. Acaso habría sobrevivido unos meses más enchufada a tubos de hospital; o no. Lo que cuenta para mi es que murió como un ser humano. Acaso por eso los ricos no eligen la Seguridad Social; se van a Navarra, o a otros hospitales de pago. Compran lo que falta en nuestros hospitales públicos: paciencia, dulzura, más tiempo para cada enfermo. Es lo que menos cuesta pero lo que más vale, dice mi papelera. Desde aquí, gracias a al personal sanitario que trabaja en hospitales sin alma, pero que no renuncia a la suya y respeta la de los demás.
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