POR EDUARDO JUÁREZ, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Durante los últimos años los habitantes del Paraíso nos lo hemos encontrado con frecuencia. Ya sea en la calle de la Valenciana, rondando la plaza o en la Cuesta de la Maja, Houdini ha sido fiel a su costumbre de sorprender al paisanaje. Y no crean que le ha importado la hora del día o de la noche, si la lluvia había dejado tersas las aceras del Real Sitio e, incluso, si la nieve, la galerna o el frío aterrador nos habían empujado al interior de nuestros cálidos y seguros hogares. La huella de su presencia aparecía evidente en cuanto asomábamos. Amén del glugluteo, claro está.
Como habrán supuesto, el escapista del Real Sitio es un pavo real de extraordinario porte, capaz de asustar al más despabilado con su caminar afectado, emplumado como una vedette, moco en ristre y altiva mirada petrificante. Siguiendo la tradición regia iniciada seguramente por Isabel de Farnesio, la administración de Patrimonio Nacional optó por recuperar la presencia de tan imponentes aves por las calles del Real Sitio, ya fuera dentro del Jardín del Rey o del Real Parque. Paseando libremente por los aledaños del palacio, los pavos reales han alegrado el caminar de visitantes y trabajadores. Ahora, amantes de su libertad y conocedores de su belleza, los pavos reales, como los hombres que se saben hermosos, denotan esa desagradable presunción que nos hace pensar a algunos en la sartén al ver al pavo y la guantada cuando se trata del Ganimedes de turno.
En lo que se refiere a los pavos reales del Paraíso, lo altivo raya en la insensatez. Especialmente uno de ellos, que ha decidido que debe mostrarnos su belleza y, por extensión, nuestra ordinariez, para lo que los límites del Palacio Real, incluido jardín y parque, se quedan cortos para tan prístina belleza. De ahí que escape del recinto en cuanto pueda para exhibir sus argumentos ante los vecinos del Paraíso. Dada su capacidad para la fuga y la necesidad perentoria de un público fiel que alabe su porte, mis queridos paisanos han convenido en bautizarlo Houdini, como el más famoso de los escapistas y magos habidos y por haber, con permiso de mi querido amigo, Miguel de Lucas.
Desgraciadamente para Houdini, el confinamiento al que nos hemos visto sometidos estos últimos meses le ha alcanzado inexorable. El pasado sábado, recién abiertos Jardín y Parque para el paseo, lo encontré en una jaula no muy grande, con otro compañero y una pava un tanto arisca, bajo el esqueleto de lo que un día fue el Mirador del Mar. Creado durante el reinado de Alfonso XII, el Mirador era una plataforma levantada sobre un enorme pino de Valsaín que cumplía las funciones de andamio. Construido en similar madera a la ofrecida por el sustento, el Mirador del Mar ofrecía una plataforma cubierta por tejado que dejaba ver el escenario incomparable que la Sierra del Guadarrama ofrece al Real Sitio, como si de un monumental decorado se tratara.
Sacado seguramente de ese giro hacia el paisajismo inglés que dio la estética del jardín durante los últimos años del reinado de Isabel II, el Mirador del Mar no fue la única infraestructura de ese tipo levantada para disfrute de monarcas, reales familias y visitantes privilegiados, autorizados para el disfrute de lo que se construía con los impuestos populares. En la parte alta del bosque, por encima del estanque principal, replicaron el Mirador del Mar sobre otro gran pino sito en una meseta sin igual, con vistas a la llanura castellana y a la milenaria ciudad segoviana, la Bagdad castellana poseedora de mil y una historias. Alfonso XIII, amante como era de lo militar por encima de lo civil, tuvo a bien llamar a este mirador Gurugú, como el monte norteafricano próximo a Melilla, en cuyas cercanías tantos jóvenes españoles entregaron su vida en defensa de un imperialismo mal entendido, destructor de aquella inexistente concordia social.
Otras dos infraestructuras voladas y construidas a base de pinos del Paraíso fueron el Último Pino y el llamado entonces Tranvía, remedado actualmente como Puente de los Suspiros, donde sentarse a ras de suelo, pero sobre la cascada vibrante que desciende desde la Fuente del Pino.
Dado que, de todos ellos, sólo queda la reconstrucción de este último, un servidor se complace, aún dentro de la tristeza que la desaparición de aquella decadencia me produce, de que nada de ello quede en estos tiempos de insensatez revisionista. De esta sociedad donde los ignorantes del pasado, su realidad y consecuencias inherentes, armados con su incultura y, como bien dice mi querido amigo y Maestro, Enrique Villalba, entogados con ella para ejercer de jueces presentes de un pasado que desconocen, campan a sus anchas destruyendo cuanto patrimonio histórico a su alcance difiere de su aberrante interpretación del acaso que nos ha precedido. Fustigados por hordas de inopes engreídos gracias a miles de interacciones canallescas en las redes sociales, intentan decirnos qué fue el pasado, cómo debemos entenderlo y cuáles son los vestigios que merecen alimentar la posteridad.
Mal negocio nos queda a los historiadores, queridos lectores, obligados a luchar contracorriente, defendiendo la necesidad de una Historia que debe ser comprendida y estudiada en lugar de juzgada y condenada al albur de la siguiente moda u ocurrencia banal vomitada por la indigencia intelectual del falso profeta de turno. Casi hasta me alegro de que la dejadez institucional acabe siempre por ganar a cualquiera que sea la moda.
Hasta Houdini estará de acuerdo conmigo. Siempre que le dejen abierta la jaula, por supuesto.
Fuente: https://www.eladelantado.com/