POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Es difícil de comprender el rumbo tomado por las palabras en el río que consume la historia. A veces desbocadas, aquellas mantienen su perfil por mucho cambio y trastorno que asomen entre meandro e islote de derrubios. Otras veces, es topar con la más mínima insinuación y tornar el sentido en el opuesto, el traído por el llevado, la verdad por la confusión. Entra una monarquía a secas y deriva en democracia real por arte de inmersión en el calce que todo lo mueve. Aparece un chalán falaz y bien pertrechado que, empapado del presente más inverosímil, renace en la vaguada más cercana como líder inmaculado, pastor de voluntades rectas y directas hacia el porvenir más elocuente y deseado; pues este río que todo lo lleva no tiene miramientos con el justo y honrado, con el sacrificio social o la visionaria adelantada a su momento. Aquellos, carentes de cabo al que agarrarse, los rápidos que dejan los contrastes sociales que todo lo agitan los acogotan en un remanso, mientras boquean cuanto pueden para poder superar una vida de ilusión trufada de idealismo bien castigado.
Para nuestra desgracia, en lugar de asomarnos a la corriente continua que transforma el paisaje a golpe de historia descarnada, nos contentamos con verlo pasar desde el puente de la ignorancia y el vado de la estulticia, esperando que el remanso cainita desde el que oteamos un futuro brumoso y traicionero alumbre una calma chicha que nos deje bien engañados. Y el recodo que regala ese arroyuelo mendaz lo único que aporta es un cúmulo de palabras empapadas en la patraña tergiversadora, asumiendo que, ignaros que somos, no podremos secar esa superficie por la que llegar hasta la simple comprensión, hasta la sencilla asunción de una palabra sin historia, sin pasado.
Así me sentí no hace mucho atendiendo la memoria del Conde de Álbiz y su sorprendido transitar por los once meses que llevaron del 11 de febrero de 1873 al 3 de enero de 1874. Fracasado el experimento de una monarquía parlamentaria electiva por mor de una plétora de acicates desestabilizadores, ya fueran rancios carlistas incombustibles, isabelinos desmemoriados, militares aristócratas de baja catadura y una ignorante multitud alejada de la comprensión por un Estado que aborrecía cualquier proyecto educativo, Amadeo I dejó la responsabilidad de gobernar en un sonado discurso leído por su reina, María Victoria dal Pozzo della Cisterna. Incapaces de argumentar otro modelo político dispar donde un monarca liderara la empresa, el gobierno de Manuel Ruiz Zorrilla, antepasado de mi querida compañera Victoria Kraiche, convino en proclamar la República con erre capital en consenso de senadores y diputados constituidos en Asamblea Nacional.
Para este Real Sitio en el que suscribo el presente pesar, despuntó un nuevo horizonte iniciado con la incautación gubernamental de los bienes de la corona, así como la pérdida del veraneo acostumbrado al calor de la jornada regia. Inmerso el país en una vorágine de revolucionada política reformadora, la ausencia de visitantes acabó por agostar la comunidad serrana en un estío de otoñal primavera inverniza. Colapsado el Estado en un malparto desatendido, las contribuciones dejaron de recaudarse, los empleados sufrieron del frecuente impago y la deuda pública cayó en un atrabiliario barbecho. Cerrado el aserradero y dejada la fábrica de cristales en las ineptas manos de vayan Vds. a saber quién, pasaron aquellos vecinos por una republicana desidia repleta de desconfianza hacia aquello que entendieron como alternativa singular y dolorosa a la falsa quietud de una monarquía impostada. Entre la descentralización mal entendida, el cantonalismo militante de los infectos nacionalismos, regionalismos, localismos y demás sentires palurdos y provincianos, la sociedad perdió una oportunidad magnífica de consolidar una opción alejada del autoritarismo patrio tradicional anclado en aquella visión inmovilista de una historia imaginada.
Y en ese relato, queridos lectores, quedó la república mancillada por una incompetencia estructural capaz de asociar los males de una sociedad confundida con una palabra maltratada en el cauce por donde la historia fluye. Asumiendo de ese modo que aquello definía la República y que un modelo sociopolítico republicano era el opuesto al liderado por un monarca, españoles de todo cuño aprendieron a identificar el republicanismo como alternativa antagónica de la monarquía en cualquiera de los formatos plausibles. De nada sirvió explicar que es la república lo que constituye una sociedad que se gobierna a sí misma más allá de la identidad de quien ejerza la jefatura del Estado. Que un infame rey absoluto, un consensuado monarca parlamentario, un abyecto y autoritario dictador, un autoproclamado demagogo, aún electo, o un sensato líder fruto de la concordia social más idealizada; todos ellos gobiernan una república, ya se escriba ésta con monumental mayúscula inicial o con sencilla y esperanzadora minúscula intrascendente. Es en la sensatez del conjunto de la sociedad, aquella que constituye los asuntos públicos, del pueblo que diría algún famélico latinista, donde descansa el entendimiento de lo que ha de regirse.
Siendo capaces de sacar del lecho de la historia semejante palabra, apartando el barro que el tiempo ha acumulado sobre cada una de sus sílabas, podremos entender la enorme significación encerrada en cuatro sílabas, nueve letras y dos tildes. Esas mismas que Platón empleaba para descubrir un mundo socrático a Aristóteles; que emponzoñaba Nicolás Maquiavelo para ocultar el buen camino a César Borja y que idealizaban Thomas More a la sombra de un orate coronado y Christine de Pizan abandonada en una sociedad que negaba su esencia femenina.
Siendo capaces, digo, entenderemos que no es el gobernante quien debe definir el modelo social y político, sino los que soportan tamaña injerencia y asumen el verdadero sentir de un término vapuleado por presidentes, monarcas, políticos, ideólogos e historiadores del relato; funestos manipuladores todos de una realidad sumergida en el río que todo lo lleva y nada recuerda.