POR ANTIONIO BOTÍAS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA
Paco, sentado sobre el caballón húmedo y destripado en su cúspide por alargadas hojas de cebolla, dejó a un lado la azada y observó que los ajos crecían a buen ritmo y las judías, que él siempre llamaba bajocas, se abrazaban a las cañas como frágiles serpientes. Cerca, el agua de una acequia cantaba el cercano riego mientras unos gorriones caían en las redes que, como le enseñara el abuelo, tenía prendidas de unos árboles. Fue entonces cuando levantó la mirada e imaginó su casa al pie del Cristo de Monteagudo, en plena huerta. Y se le antojó muy lejana, demasiado, casi remota. Paco, aunque cultivara su huerto a la usanza murciana, andaba en lo cierto. Porque su hogar estaba a 9.978 kilómetros en línea recta. Eran los que separaban la choza de Vietnam del Norte donde vivía, en medio de una horrible guerra, de su desdibujado vergel.
¿Qué avatares atraviesa un murciano, ya no para establecerse en Vietnam, que es cosa sorprendente en aquellos años, sino para cultivar sus añoradas hortalizas como si en La Arboleja anduviera?
La ciudad conoció la existencia de Paco Alarcón Molina en las páginas de ‘La Verdad’ un 10 de diciembre de 1967, cuando se informaba de que siete españoles, «uno murciano», habían llegado a Madrid tras su evacuación de Vietman y gracias a las gestiones realizadas por el Gobierno español.
El viaje de retorno había comenzado tras su salida del país en avión hacia Cantón, «en la China comunista, siguiendo viaje en ferrocarril desde allí hasta Hong Kong, para continuar nuevamente vía Suiza en avión hasta Madrid». Concluido el extenso periplo, los repatriados fueron ingresados en el Hospital del Rey, a modo de cuarentena. Las redacciones de los diarios murcianos, a partir de la primera noticia, hervían por conocer qué demonios hacía un murciano en aquel grupo. La historia no tenía desperdicio.
Paco, cuando apenas contaba 17 años, abandonó su apacible casa murciana para buscar fortuna. Pero en lugar de eso, encontró a la Legión, de donde desertaría más tarde, lo que le obligó a exiliarse a Francia. En el país vecino se enroló en la Legión francesa, pero con tan poca fortuna que fue destacado en 1947 a Indochina. Desde allí inició la invasión de Vietnam del Norte bajo bandera gala. Y lo más curioso del caso es que volvió a desertar para enrolarle en las filas de sus enemigos.
Para entendernos: un huertano de Monteagudo se convirtió en guerrillero del Vietcong, del Frente Nacional de Liberación de Vietnam. Con un par, oiga. Sin embargo, pronto habría de arrepentirse.
Harto de recoger leña
Pese a ser considerado como voluntario comunista, cosa que a los vietnamitas igual les costó un tiempo asimilar, Paco no fue enviado al frente. Quedó casi confinado en un campamento, donde se encargaba de recoger leña.
«Treinta kilómetros diarios, treinta kilos a las costillas, nueve horas andando», describiría más tarde aquella terrible ocupación durante una entrevista al diario ‘Línea’. Así que no tardó en lamentar la maldita hora en que perdió de vista la silueta, ya tan lejana y borrosa, de su Cristo de Monteagudo.
Durante siete años sus fuerzas fueron mermando entre aquellas empalizadas de las que no podía alejarse más de 200 metros, salvo que fuera al trabajo. Solo de mayo a junio de 1954 presenció la muerte de 80 guerrilleros. Mientras triunfaba la resistencia contra la invasión francesa, en el horizonte retemblaban los tambores de la contienda con Estados Unidos. Pero Paco ya estaba harto de historias. Así que decidió dedicarse a lo único que sabía y que, con su biografía en la mano, también era lo único en lo que no había fracasado hasta entonces. Y se hizo agricultor y dueño de un terreno que equivalía a media tahúlla murciana.
En aquel huerto vietnamita, que se escribe pronto, plantó hortalizas que le permitieron alimentar a su familia. Porque Paco también se había casado en 1956 con la joven Nguyen Tih Sinh. Ambos casi nunca se cruzaron ni una palabra que lograran comprender del todo, pues ninguno conocía el idioma del otro.
«Así que nos entendíamos por señas», confesó tras su retorno a Murcia. «Soy capaz de preguntarle si está enfadada, qué ha puesto de comer, si se encuentra bien o necesita ayuda». Fuera de esas cuatro nociones básicas de vietnamita incomprensible, Paco, por no saber, no sabía siquiera si su esposa tenía familia. «Nunca vino nadie a visitarla», recordaba impasible.
Aunque había algo que ni la selva había logrado emborronar: su amor a Murcia. Mientras cultivaba el huerto, siempre recordaba su pueblo natal y veía, aunque fuera un espejismo, la antigua casa paterna, «de lejos, de muy lejos, pero jamás me olvidé de su emplazamiento exacto». De hecho, al regresar a España condujo al taxista hasta el que había sido su hogar a pesar de llevar varias décadas fuera del país. Hay cosas que no se olvidan.
Para completar la historia de este murciano de excepción solo faltaba un detalle, tan increíble como el resto de cuantas peripecias le sucedieron: el gobierno del dictador Francisco Franco fue el que impulsó la evacuación de las dos familias murcianas. Y, además, el que indultó a Paco por haber desertado de la Legión. Por eso no extraña que él, comunista convencido, declarara a los diarios que se emocionó «la noche del mensaje de fin de año de Franco». Algo que para Paco era sorprendente porque «yo no quería a Franco. Pero me eché a llorar esa noche. ¡Qué voz más dulce!». En fin, que para leer cosas tiene uno que estar vivo.
El otro murciano repatriado era Adriano Pérez Ruiz, natural de Abarán y quien regresó también con la familia vietnamita puesta. Quizá contó otra historia tan fantástica como la de Paco. Porque, desengáñese el lector, que no hay en el mundo un lugar ni atesora la historia en sus crónicas acontecimiento de trascendencia donde, de improviso y como Paco por Vietnam, no aparezca un murciano tal que ánima bendita en su casa el día de Tosantos.
Fuente: http://www.laverdad.es/